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'Auctoritas'

Una noche de finales de octubre de 1927, acompañado de varios amigos, entre los que se encontraba por supuesto Cipriano Rivas Cherif, acudió al teatro Fontalba de Madrid ese hombre "pegado a una barba" de palabra mágica y prodigiosa originalidad, que fuera Ramón María de Valle-Inclán, con el fin de asistir al estreno de la comedia El hijo del diablo, del poeta catalán de segunda fila Joaquín Montaner. Antes de que finalizara el segundo acto, el ínclito don Ramón comenzó a vociferar de forma tan desmesurada que hubo de interrumpirse el estreno. No tardó el público en reconocer en esos gritos de "¡Muy mal, muy mal!" la voz de don Ramón, lo que aumentó el revuelo. Los agentes de vigilancia se acercaron a la butaca que ocupaba el ilustre literato para llevárselo a comisaría (un escándalo parecido había provocado en el estreno de Gata de Angora, de Benavente y en esa misma comisaría acabó), y se presentaron diciendo: -Somos la autoridad, a lo que don Ramón replicó: "Aquí, en el teatro, yo soy la única autoridad, pues soy crítico". Naturalmente, los agentes de la "potestad" se llevaron al portador de la autoridad, pues la fuerza se impone momentáneamente a la razón, pero la crítica literaria no tardó en ensalzar la actuación de don Ramón, que con sus gritos logró sepultar la obra de Montaner. He querido comenzar estas reflexiones refiriendo esta anécdota, por lo demás conocida, de Valle-Inclán porque me parece que refleja con bastante exactitud la vieja contraposición romana entre auctoritas y potestas, de la que quizá nuestro literato tuvo conocimiento en su época de estudiante de Derecho en la centenaria Universidad de Santiago de Compostela, y que desgraciadamente hoy ha caído en desuso, por considerar la autoridad, como los agentes que detuvieron a don Ramón, una especie de poder, en vez de una instancia de naturaleza del todo distinta.

La crisis del Estado moderno, basado en los principios de soberanía y territorialidad, el callejón sin salida al que nos ha conducido el positivismo jurídico o la excesiva politización de la vida social no son, en mi opinión, sino consecuencias derivadas de la pérdida actual de la contraposición romana entre autoridad y potestad. Tan genuinamente romana era la auctoritas que ya el historiador Dion Casio advirtió que no tenía equivalente en griego, y prefirió transcribirla a esta lengua clásica sin traducir. Algo similar a lo que dicen los alemanes que sucede con su adjetivo "gemütlich" (¿entrañable?), o los portugueses con su sustantivo "saudade" (¿añoranza?), pero en un plano no afectivo, sino racional. Y por supuesto con muy distinto calado.

Encontramos la contraposición autoridad-potestad en la esencia misma de la constitución republicana, donde la potestad de los magistrados, que no era sino una concreción de la majestad popular, era limitada por la autoridad senatorial, como ha quedado inmortalizada en la conocida expresión SPQR (Senatus Populusque Romanus), que invade todavía hoy las calles de la Urbe. Revestidos de autoridad estaban también los juristas, que con su saber prudencial asesoraban a los magistrados, jueces y particulares; y los augures, que, mediante la observación de ciertos signos celestes, interpretaban la voluntad de los dioses en orden a la realización por parte del magistrado de determinados actos de especial relevancia pública; y los jueces, cuya opinión de autoridad se imponía a cualquier otra; e incluso a los oradores. Un rétor de nuestra tierra como fue Quintiliano se refiere en sus Instituciones, por ejemplo, a la autoridad que destellaba el cuerpo humano, en concreto la frente, del orador Tracalo.

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El binomio autoridad-potestad lo volvemos a encontrar en la bipartición del proceso romano clásico, con sus fases de jurisdicción y judicación, en la institución tutelar, e incluso en la propia mancipación, en la que el mancipio dans responde por auctoritas frente al accipiente cuando éste es vencido por el verdadero propietario. Este reparto de funciones entre la auctoritas de los juristas, jueces, augures y senadores y la potestas de los magistrados, o del pater familias en el ámbito doméstico, sirvió para establecer un sabio equilibrio compatible con un principio que para los romanos era piedra angular: que el poder era por naturaleza indivisible, por lo que debía ejercerse solidariamente. Esta nota de indivisibilidad era complementada con su esencial delegabilidad. A su vez la delegabilidad, junto con su carácter territorial, marcaban con nitidez la diferencia entre la potestas y la auctoritas, de suyo indelegable y no-territorial. Con el inicio del Principado, este orden fundado en el binomio autoridad-potestad fue sustancialmente alterado. En efecto, la decisión de Augusto de gobernar las instituciones republicanas con su personal autoridad (auctoritas Principis) fue el primer eslabón de la cadena que acabaría, un siglo después, identificando la autoridad y la potestad en la persona del Emperador.

Para explicar esta contraposición entre autoridad -que con tino Álvaro d"Ors define como saber socialmente reconocido- y potestad, o poder socialmente reconocido, este maestro de juristas acudió en cierta ocasión al simbolismo de la mano (manus, en latín, significa poder): el puño cerrado evidencia la fuerza, el poder, y es símbolo de la revolución. El puño abierto mostrando la palma es el símbolo del poder ya reconocido, es decir, de la potestad; es, por eso, el que utilizó Hitler en la época nacionalsocialista. Un dedo levantado simboliza el saber; el niño que sabe dar respuesta a la pregunta que ha formulado el maestro de escuela levanta un dedo -absolutamente inofensivo-, porque carece de poder. Dos dedos levantados -el índice y el corazón- simbolizan el saber reconocido, es decir, la autoridad. Así, en las miniaturas medievales, es frecuente representar a las personas que hablan -que están ejerciendo, por tanto, su autoridad- con estos dos dedos levantados.

El problema surge cuando el que tiene dos dedos levantados quiere levantar los tres restantes, es decir, cuando la autoridad pretende llegar a ser potestad (gobierno platónico de los sabios) o, lo que es peor, cuando el gobernante que tiene la palma de la mano extendida, como tiene los cinco dedos levantados, piensa que está revestido, no sólo de potestas, sino también de auctoritas. Si al atento lector le viene a la mente la idea de que la grave situación de la Justicia en España, Tribunal Constitucional inclusive, puede deberse a que el poder político ha conseguido "capturar" la autoridad de los jueces, cuya personal valía e independencia no cabe cuestionar, está pensando lo mismo que el que escribe estas líneas.

En mi opinión, en este momento crucial de la Historia europea, una sociedad avanzada necesita más que nunca instancias de autoridad, en el sentido romano del término, que, alejadas de todo poder, limiten esta tendencia omnicomprensiva de la potestad, que, aunque constitucionalmente dividida, se halla realmente concentrada. ¡Todo un reto para el siglo venidero!

Rafael Domingo es catedrático de Derecho Romano y decano de la Facultad de Derecho de la Universidad de Navarra.

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