Lentitud
Hay una quietud especial en las mañanas de Año Nuevo, como si se hubiera detenido el latir de las cosas. Y no es sólo la resaca que aplasta la ciudad: es también una especie de lentitud que se nos mete dentro, una rara gravedad del sentimiento. En Año Nuevo, casi todos hacemos una pausa en el frenesí o la rutina ciega de nuestras vidas (digamos que hay dos clases de personas: los que corremos tanto que nunca vemos nada, y los que nunca ven nada porque van mirándose los pies para contar los pasos), y nos ponemos pensativos y desde luego blandos: heme aquí, por ejemplo, escribiendo una columna seudopoética.Esta blandura es una consecuencia de las dosis en vena de familia que las navidades te proporcionan. Ah, la familia: qué invento maquiavélico. De joven despotriqué bastante contra la omnipresente familia latina. Luego, con los años, aprendí que ese amor desmesurado te podía salvar de la soledad social y otros quebrantos. Con todo, la familia es ese lugar entre el paraíso y la pesadilla en donde se echan los cimientos de lo que eres.
Llevamos impreso en el cerebelo el relato mítico de la familia de nuestra infancia, y por muchos años que cumplamos seguimos siendo fieles a esa leyenda. Por eso, cuando llega Navidad, con todas sus expectativas y sus desencantos, sigue habiendo enfados por meras niñerías, y rencillas añejas, y grandes pataletas. Pero también hay ese cariño animal e inexplicable, y la punzante necesidad de ser mirado por los ojos familiares, que son como las manos de Dios: te dan la forma. No es de extrañar que después de tantísimo exceso emocional se nos detenga el tiempo y llegue el Año Nuevo con su tierra escarchada y su aire quieto; y en esta lentitud de principios de enero somos capaces de pensarnos. Luego enseguida echa a correr el calendario y volvemos a olvidar que estamos vivos.
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