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Tribuna
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Guerras de religión

Juan José Millás

Pongo la radio con cuidado, por si estallara al encenderla, mientras la taza de café da vueltas en el interior del microondas, y entre catástrofe y catástrofe mundial, un locutor nos previene de que el dios Tráfico se ha levantado de mal humor. Quizá no se le ofrecieron suficientes sacrificios durante la semana. El caso es que la M-30 está cortada a la altura de Vallecas y en la M-50 ha volcado un camión lleno de gallinas o de tripas de cerdo dejando absurda la vía de circunvalación. La lluvia, por su parte, ha convertido las calles del centro en una ratonera. El locutor insiste en que deje usted su coche donde está y use el transporte público.Dios mío, me digo, esto no es una información, es un parte de guerra. Quizá no me he despertado todavía. Protegiéndome los ojos con la mano izquierda, para que si el aparato revienta no se me incrusten las esquirlas en los ojos, muevo la aguja de la radio en busca de una situación real, soportable, medible, acogedora, y me entero involuntariamente de los atascos de la calle Velázquez, de Serrano, del trombo de la Castellana, del infarto de la Gran Vía. Entonces, continúo diciéndome, la gente no va a trabajar, sino a la guerra.

-Va a trabajar, pero tiene que pasar previamente por la guerra para satisfacer al dios Tráfico, que suele despertarse muy colérico y no se calma hasta media mañana, después de haber devorado a tres vírgenes y cuatro padres de familia, a ver si te enteras.

Me pongo la corbata y camino disciplinadamente hasta la primera parada del autobús. Bajo la marquesina nos encontramos cuatro o cinco personas. Nadie, excepto yo, se ha dado cuenta de que vamos a la guerra. La gente cree que va a la universidad o a ganarse la vida, o a dejar al niño en casa de su madre. He dicho que estábamos bajo la marquesina cuatro o cinco personas, pero no me he expresado bien: en realidad somos cuatro o cinco bultos. No hay entre nosotros mayor relación que la que se podría establecer entre media docena de sacos de patatas abandonados en la vía pública. Desvío la mirada hacia la acera de enfrente y veo más bultos caminando de acá para allá sin orden ni concierto. Vienen de la guerra o van a ella, según.

El autobús abre sus puertas, accedemos a él y nos reunimos con otros bultos que se desplazan de un lugar a otro del campo de batalla. Algunos de estos bultos, pienso, no regresarán a casa por la noche y dentro de una semana o dos veremos su foto en las estaciones de tren o en las tiendas de los aeropuertos. Algunos, con suerte, saldrán por la televisión y se harán famosos por haber desaparecido. En la guerra es preciso mantener alta la moral de los combatientes. Los que sobreviven tienen que ver que el Alto Estado se ocupa de los caldos por el Dios Tráfico y la patria Tal.

Un movimiento brusco del autobús me lanza contra el bulto situado delante de mí y le pido perdón con una abertura muy práctica que tengo en la parte superior del cuerpo, llamada boca. No me responde. Se trata de un paquete de mala calidad. Vete a saber lo que llevará dentro. No todo lo que está cerrado tiene por qué contener un tesoro. El prestigio de las cosas cerradas es absurdo. A todos nos gusta quitarle la cinta a un regalo, abrir la caja, poner cara de sorpresa... Pero a veces las cajas no tienen más que porquerías. Me pregunto de qué situación histórica procederá el prestigio de las cosas cerradas y entonces me doy cuenta de que soy un bulto pensante, aunque intransitivo. Todos los bultos son intransitivos dentro del autobús. Para ir a la guerra conviene dejarse en casa los sentimientos, incluso las heridas: al fin y al cabo no las vas a necesitar. En la guerra hay heridas para dar y tomar. La mayoría de los individuos vuelve a casa con siete u ocho cada día.

Los que vuelven, porque he pasado por delante del escaparate de una pastelería donde veo la foto de una chica muy joven, muy joven, con el rótulo de Desaparecida, en la parte superior. No se ha entregado a Tráfico porque lo sabríamos. Debe de haberla devorado otra divinidad: quizá una secta religiosa o una nave extraterrestre. Imagino a su madre yendo de tienda en tienda con la foto, pidiendo permiso para pegarla en el escaparate. Dios mío, me digo, esto es la guerra y no me había dado cuenta hasta esta mañana, al encender la radio y escuchar el parte que oigo todos los días. Un día uno se levanta más despierto y advierte dónde está y estamos en la guerra, o en la religión (no hay que olvidar a Tráfico) o quizá en una guerra religiosa. Viva la Edad Media.

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Sobre la firma

Juan José Millás
Escritor y periodista (1946). Su obra, traducida a 25 idiomas, ha obtenido, entre otros, el Premio Nadal, el Planeta y el Nacional de Narrativa, además del Miguel Delibes de periodismo. Destacan sus novelas El desorden de tu nombre, El mundo o Que nadie duerma. Colaborador de diversos medios escritos y del programa A vivir, de la Cadena SER.

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