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Tribuna
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Etiqueta

Por pretender arrancar con los incisivos una etiqueta en un jersey de Adolfo Domínguez me he lesionado la mandíbula. Ni el hilo de plástico está concebido para quebrarse fácilmente ni la propia mandíbula preparada para afrontar estos encargos. Como consecuencia, un dolor violento se ha fijado en torno a las quijadas y las vituallas navideñas han quedado fuera de su esfera. Efectivamente, hay dolores que no pueden resistirse y, en el colmo, el paciente parece abalanzarse sobre su abismo, pero otros, como el que sufro, pueden alcanzar un punto de acuerdo con la víctima. Son dolores condolientes que, aceptándolos, terminan por hospedarse en el cuerpo como buenos inquilinos. No digo que no desee librarme de este daño, de otra parte intruso entre el hambre y su mecánica de satisfacción, pero con todo, tras días de interacción con el dolor, éste es el compañero sentimental con quien antes me encuentro al despertar y el último que se despide antes del sueño. Ha logrado, además, mostrar repetidamente la potencia bastante para temerle, de modo que ahora por ejemplo cuando amaina su tortura es fácil de querer. Los chinos trataron de enseñarme a amar el dolor y no lo consiguieron a la primera. Esta vez, sin embargo, debe de ser la tercera o la cuarta oportunidad en que vengo a vislumbrar el beneficio que el dolor procura. Cuando me asalta una nueva arremetida desde el masetero, la memoria se carga de una energía para el placer que acuda cuando la molestia acabe. Me veo pues ahora con esta tontuna de lesión creando una posible cosecha de disfrute. Mañana, cuando la mandíbula vuelva a ser lo que fue y la boca se recupere, la áspera caverna que forman hoy las quijadas parecerá un artefacto engrasado y yo, en conjunto, alguien capaz de calzarme el jersey como un individuo reafirmado.

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