El candil

Diógenes tropezó con un hombre en plena oscuridad y éste le preguntó qué andaba buscando. Diógenes le contestó: busco un candil. En efecto, en la ciudad de Atenas las tinieblas estaban muy pobladas y no era difícil darse de bruces contra cualquier sabio, pero había muy pocos cirios con un sebo de calidad que dieran cierta luz sobre el rostro de Diógenes para que éste no se perdiera en el camino. Hasta ahora esta historia había sido contada al revés. Se nos había enseñado que este filósofo solía andar entre la multitud del ágora con un candil encendido bajo el sol de mediodía buscando un hombre. ¿Qué trataba de encontrar Diógenes en Atenas a esa hora? Tal vez lo mismo que Jehová en Sodoma y en Gomorra: un buen panadero, un fontanero competente, un tendero honrado, un mayordomo fiel. Jehová se conformaba con que hubiera un solo buen profesional para detener la lluvia de azufre, pero el cínico Diógenes, aunque vivía desnudo y usaba un barril como vivienda familiar, era mucho más ambicioso. En medio del resplandor de Atenas sólo buscaba un fabricante de candiles acreditado. Toda su filosofía consistía en comprarle uno de buena calidad que le sirviera precisamente para no tropezar de noche con cualquier sabio pelmazo que le diera una clase cuando volvía borracho de la taberna a meterse en el barril. Ése es el peligro que correría también ahora Diógenes si la historia que nos contaron fuera real. Este filósofo saldría hoy con un candil a mediodía buscando un hombre y hallaría la plaza pública, la televisión, la radio y los periódicos poblados de grandes personajes idiotas llenos de prosapia que no pararían de darle lecciones. Un cagabandurrias le explicaría en qué consiste la libertad de expresión sin dejar de insultarle; un santurrón rezaría por su alma mientras de antemano lo condenaba al infierno; un líder carismático le mentiría a la cara una y otra vez sin ruborizarse; un escritor de éxito lo cubriría de lugares comunes; tropezaría con filósofos que unen el fanatismo con el sectarismo al servicio de la verdad; iría pisando una alfombra de ranas hinchadas de vanidad. Diógenes no era ningún lerdo. Sabía que si uno busca con ahínco un hombre puro corre el riesgo de encontrarlo. Te arruinará la vida. Simplemente Diógenes sólo buscaba un buen candil que iluminara de noche su rostro para que otros lo reconocieran mientras volvía al barril donde ya lo esperaba su perro.
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