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Historia de dos cuadros

Han estado en Madrid, expuestos al público, dos maravillosos cuadros. El uno, nos dejó el pasado domingo día 13. Se volvió para Nueva York. Se trata del "Retrato de Ramón Gómez de la Serna", pintado por Diego Rivera en 1915. El otro, el segundo cuadro, se encuentra en México y ha sido prestado por el Museo del Prado. Se trata del "Autorretrato" que pintara Francisco de Goya y Lucientes en 1815, cuando tenía a la sazón 69 años. A ambos les ha unido un hecho actual y no ha sido precisamente su casual ausencia, sino la guerra, nuestra guerra civil española."Yo tenía un retrato cubista que era mi orgullo y que me hizo el gran pintor mejicano Diego Rivera en 1915". Así arranca Ramón Gómez de la Serna su capítulo "El retrato perdido", incluido en el libro Nueve páginas de mi vida y subtitulado Lo que no dije en mi Automoribundia.

Ramón se duele, en ese patético y nostálgico artículo, de la desaparición del precioso cuadro. "Mi retrato cubista me daba ánimo...", confiesa, para proseguir diciendo más adelante: "En la hora de la revolución se lo dejé a Salvador Bartolozzi para que me lo guardase, y cuando ya Madrid estuvo pacificado, quise saber de su paradero, pero nadie me pudo dar una pista. Mi querido y admirado Salvador, residente en Méjico, siempre tenía la ilusión de que cuando él volviese a España lo recobraría; pero ahora que él ha muerto, ya he perdido las esperanzas. Alguna vez aparecerá en una subasta, en un museo, ya irrecuperable, porque el único cuadro que no pudo ser pignorado por único, por intransferible, por inmostrable después de haber sido robado, fue el de la Gioconda".

Desde luego, es una lástima, admirado Ramón, que sea ahora que estás muerto tú también, cuando te lo podamos decir. Tu cuadro ha estado en España, en Madrid, expuesto a la curiosidad de miles de visitantes en la plaza de San Martín, número 1, dentro de la muestra titulada "Istmos". El folleto se abría en portada con tu retrato y ahora, si queremos verlo, habremos de ir a Nueva York, si es que algún día podemos saber quién es el dueño de esa "Colección privada". Seguramente que alguien lo compraría a un ladrón cuando acabó la guerra. Sus vicisitudes bien podrían ser reflejadas en un libro, al igual que Arturo Colorado Castellary lo hiciera con los cuadros del Museo del Prado durante la guerra civil, cuando fueron trasladados a Valencia al inicio de la contienda.

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Precisamente este libro fue determinante para el director de cine español Antonio Mercero a la hora de rodar su película La hora de los valientes. Como él mismo ha confesado en varias entrevistas, la historia ficticia de su film se basa en la presunta pérdida del autorretrato de Goya en el trasiego de la mudanza de los cuadros del Museo y su recuperación por un joven -anarquista para más señas- que trabaja en el Prado y que se juega la vida para conservarlo y devolverlo "cuando acabe la guerra". Otra vez la guerra civil en danza, a cuenta de un cuadro, que felizmente está con nosotros ahora, en España, en el Museo del Prado, aunque lo hayamos prestado. El autorretrato se erige en el film en el auténtico protagonista del drama, porque de un drama se trata. Mercero deja atrás veranos de color azul y farmacias en guardia permanente y afronta una trágica historia que tiene como escenario el Madrid gélido y cruel de la guerra civil.

Han pasado los años y creemos que ya todo está olvidado y superado. Quizás nos equivocamos. Ramón se quedó sin su cuadro; se lo robaron, obviamente. Y el film de Mercero nos trae de nuevo, a la realidad de nuestros días, el horror de la violencia.

Tuve la oportunidad de asistir, día a día, al rodaje de la película gracias a una buena idea de Antonio Mercero, que deseaba que le escribiera un "Diario de rodaje", práctica muy usual en Italia por ejemplo, pero con escasos antecedentes en nuestro país. Me presenté una mañana de primeros de mayo, a las cinco de la madrugada, ante la puerta del Museo del Prado, en la llamada Puerta de Murillo. En el Museo, en la primera planta, "estaba" todavía Francisco de Goya, el "Compañero" como le llaman en el film sus protagonistas, unos anarquistas ilusionados y condenados, por supuesto, al más tremendo de los fracasos. El rodaje empezó muy mal, porque llovió a mares. Se tenía que rodar, en exteriores, la llegada de Gabino Diego al Museo, con su "Goya" a cuestas, mejor dicho, entre pecho y camisa. Mercero suspendió el rodaje y al grito de "sálvese quien pueda", cada cual se refugió donde pudo. Nos dirigimos a una cafetería muy cercana, refugio de mucho turista, que seguramente se quedó tan asombrado -como yo mismo- ante la presencia de cinco falangistas. Mercero me presentó a su "jefe", el actor Héctor Colomé, impresionante con su atuendo azul y negro y su bigote. Hablamos de esas cosas que hablan los figurantes, de la escasez de trabajo, la dureza del horario, la exigüidad de la paga..., pero yo me sentía inquieto. De repente, me percataba de que cuarenta años no son suficientes para olvidar.

No sufrí el drama de la guerra civil, aunque mi familia tuviera que dejar San Sebastián con todas sus pertenencias precipitadamente cuando se acercaban, desde Navarra, los "trece de Artajona". Pero recordé, como si fuera Marcel Proust mojando en una infusión de manzanilla las magdalenas que le compraba su tía Leonor, la persecución de unos falangistas en la calle de San Bernardo, a la salida de la Facultad de Derecho, un día de noviembre de 1954, porque me negué a levantar el brazo y cantar "Cara al sol" en no sé qué acto de desagravio. Me he negado a levantar brazos y puños toda mi vida. Ni el derecho ni el izquierdo. Detesto la ostentación del ideario político. Por fortuna, me perdí por la calle Pez.

Los volví a ver el 20 de noviembre de 1955, en San Lorenzo de El Escorial, formados en centurias y esperando la llegada de Franco. Era un día gris, plomizo y lluvioso, y me asustaron. Me había enviado un profesor de la entonces Escuela Oficial de Periodismo para que escribiera un reportaje que, por supuesto, no se iba a publicar. Volví a ver otra vez a los falangistas cantando el "Cara al sol" en la plaza de Neptuno, en la noche del 23-F. ¿Qué hacía allí? Pues había dejado mi coche casualmente en el parking de las Cortes y se quedó atrapado. Y es que había acudido al Teatro Bellas Artes, donde representaban "La velada de Benicarló", de Manuel Azaña. Precisamente con una frase histórica por él pronunciada culmina Mercero La hora de los valientes. Pasaron muchas horas hasta que pude recoger mi coche. El vigilante me exigió el pago de todo el tiempo que mi coche había estado encerrado. Protesté. Inútil. Pedí el Libro de Reclamaciones. Me lo dio diciendo: "No hay sitio". Aunque era cierto, pude escribir: "No tengo por qué sufragar golpes de Estado". Pero nunca nadie me ha dado una satisfacción y menos la devolución del importe.

Habrían de pasar muchos años hasta que me volviera a topar con "ellos". Fue en el Templo de Debod, el 20 de julio del presente año. Un grupo de falangistas, veteranos y jóvenes de ambos sexos, cantaron el "Cara al sol" ante lo que fuera el Cuartel de la Montaña, testigo de tantos horrores al inicio de la guerra civil. Parece que fue ayer, porque una figurante de la película, semanas antes, me contaba que su madre conserva el casquillo de una bala que le dispararon desde el Cuartel a la ventana de su casa, en la calle Ferraz. Me encontraba en un bar situado enfrente del ahora Templo de Debod y se acercaron. Varios entraron. Uno de ellos observó con atención las fotografías que ilustran el local, todas ellas dedicadas a Pancho Villa y demás componentes de la Revolución mexicana. ¿Este bar es mexicano?, preguntó al encargado. Ante la respuesta afirmativa, respondió: "Si lo sé, no entro".

Ya no los he vuelto a ver más. He visto en privado La hora de los valientes y aunque a los "falangistas" que veo en la pantalla los conozco, trato y recuerdo con simpatía, no dejo de sentir cierto estremecimiento.

Alonso Ibarrola es periodista.

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