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LA CASA POR LA VENTANA

Lo que hay que tener

JULIO A. MÁÑEZ

Sale uno a la fresca neblinosa de la noche después de compartir con Feliu Formosa sus así como domésticas querencias brechtianas (por cierto que Consuelo Císcar o le disgusta Brecht o le desagrada la sala Moratín o bien supo con antelación de la ausencia de fotógrafos, porque no apareció por allí para nada, cosa que la profesión siempre agradece, y lo peor es que el bar ¡de un teatro! estaba cerrado a las doce en punto de la noche, así que Manuel Portacelli, Teresa Lozano, Carmen Aranegui y el que suscribe, y no como otros, hubimos de combatir el frío con el humo de los cigarrillos), cuando llego a casa todavía a tiempo de ver en las ceeneenes cómo y con qué furia caen las bombas navideñas sobre Bagdad machacando también niños ("de cada niño muerto nace un fusil sin ojos que os buscará un día el sitio del corazón", escribió Pablo Neruda acerca de otra guerra), y a tiempo también para rumiar que quizás ha llegado el momento de hacer una cuestación, una colecta, un socorro, un algo internacional para que Ridley Scott le fabrique a Bill Clinton una rotunda colección de replicantes femeninas con las bocas entreabiertas a fin de evitar que a la población iraquí o a cualquier otra le caigan todas las eyaculaciones de la democracia norteamericana encima y sin posibilidad alguna de enfundarse el preservativo ignífugo. Brecht está pasado porque no supo presagiar tanta barbarie y porque pidió excusas por la pretensión de instaurar el reino de la amabilidad en este mundo mediante métodos nada amables, lo que no quita para exigirle amablemente a Clinton que se meta los puros habanos por donde mejor le quepan. Todo lo que necesitamos es amor, ya lo decía John Lennon huyendo de Yoko Ono, estribillo en el que insisten algunos profesionales del espectáculo, y que ha repetido a su manera un tal José Ignacio apuñalando a su esposa porque se negaba a acudir a un programa televisivo para hacer las paces ante la mirada cotilla de cinco millones de hogares españoles y algún que otro suramericano, cosa que lo mismo ha decepcionado a los responsables de esa telecosa, perdida la ocasión de oro de machacar los índices de audiencia transmitiendo en directo las consecuencias de esa pretensión estrafalaria. ¿Qué otra cosa sino un amor correspondido demanda también Eduardo Zaplana cuando, con su peculiar sintaxis, afirma: "Para muchos, yo, como presidente de la Generalitat, seré una broma"? Ese trabajoso regate en corto resulta polémico hasta para cualquier alumno en prácticas de semióticas arborescentes, ya que se ocupa de delimitar en su actual ocupación la función umbilical que asimilaría el par y/broma, un tanto a la manera de Tarzán, despejando la sombra de una duda de que la broma de su yo se hiciera extensiva también a otras ocupaciones menos institucionales. No tema el presidente. Lejos de pensar que, para muchos, Eduardo Zaplana, como presidente de la Generalitat, es una broma, creo más bien que Eduardo Zaplana es una broma como presidente de la Generalitat para muchos, aunque en su propósito de "dignificar la institución" tenga que darle sus oportunidades a Rafael Blasco, el especialista en recetas frappé, quien bien podría confeccionar el opúsculo Una broma para muchos de la Generalitat: Eduardo Zaplana, presidente. Demostrado una y otra vez lo que el todavía marido de Hillary Rodhman de soltera (y, lo que es peor, padre de la sonriente Chelsea) puede hacer cuando su carácter viril queda tan lejos de las cuerdas vocales de Mónica Lewinsky y tan cerca del botoncito nuclear, bien porque no tenga ganas, bien porque le esté prohibido, bien, como es lógico, por obra de un azar extraordinario, queda por ver si la vinculación de lord Hoffman -que decidió con su voto la pérdida de inmunidad para Pinochet- con la imprescindible Amnistía Internacional es más punible que la decisión de liquidar a Salvador Allende y a su pueblo de la manera más brutal posible, ya que tanto pueden la costumbre y la crianza. Todo es uno y lo mismo, antes incluso de saberse del efecto mariposa, y sólo cambia la proliferación de intensidades, la insensata ubicuidad de los lugares, la reiteración perpetua de ese instante atónito en que Rita Barberá toma del bracete a Norman Foster ante la mirada comprensiva de la Doctora Ochoa mientras Antonio Lis estruja entre sus manos una nota de La Diseñadora, Manolo Tarancón tira de talonario institucional a 30, 60 o 90 años, y en Natzaret se representa una operación tardía que tampoco recuperará sus playas.

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