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BOMBARDEO EN IRAK

La guerra de los 43 días

El conflicto de 1991 movilizó a medio millón de soldados de más de 30 países contra la agresión de Sadam Husein

En apenas 40 días de bombardeos aéreos y 100 horas de batalla terrestre, la madre de todas las batallas mudó en madrastra de mil embustes, aún hoy no desenmascarados del todo. Pero la -¿primera?- guerra del Golfo no fue el fruto de la improvisación del Pentágono ni una repentina cortina de humo para ocultar escándalos de alcoba. Las fuerzas de la coalición aliada encabezada en 1991 por Estados Unidos amasaron en la región del Golfo el mayor despliegue militar desde el final de la II Guerra Mundial: más de medio millón de soldados de 33 países, miles de aviones y carros de combate. España se sumó entonces con una fragata, dos corbetas y el inestimable apoyo logístico de las bases aéreas para facilitar el rápido despliegue norteamericano. En cambio, sólo Londres parecía respaldar anoche con fe ciega el ataque ordenado en Washington por un líder en sus horas más bajas.Dos meses después de la invasión de Kuwait, el 2 de agosto de 1990, el formidable escudo levantado para proteger a los ricos productores de crudo de la península Arábiga era ya infranqueable, incluso para la temible Guardia Republicana de Sadam: 100.000 combatientes de élite curtidos en la recién acabada guerra contra Irán.

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Y cuando venció el ultimátum lanzado por la comunidad internacional a Bagdad, el 15 de enero de 1991, los aliados contaban con casi todas sus fuerzas sobre el terreno. Tuvieron que esperar acuarteladas: la superioridad aérea occidental arrasó desde la madrugada del día 17 las defensas antiaéreas iraquíes y dejó a ciegas sus sistemas de vigilancia electrónica. De manera que los aparatos iraquíes que sobrevivieron a las primeras oleadas aliadas huyeron a Irán. Pero las lanzaderas de los misiles Scud, que más tarde sembrarían el pánico entre la población civil israelí apenas quedaron dañadas.

Todos los puntos estratégicos -centrales de energía, cuarteles generales de mando, plantas industriales- estaban marcados en los mapas aliados. Y los sucesivos ataques de los superbombarderos B-52 golpearon sin piedad las líneas de suministro, hasta el punto que apenas un 10% de los equipos vitales lograban alcanzar las filas iraquíes.

Fueron seis semanas de plomo y desinformación: grabaciones de impactos a objetivos inciertos, catástrofes ecológicas sospechosas, a pesar de tratarse de la guerra más televisada de todos los tiempos. Al final, el potencial militar del régimen de Bagdad había quedado reducido en más de un 50%.

En la batalla de las 100 horas, dirigida por el oso del desierto, el general Norman Schwarzkopf, los soldados de Sadam se rendían tan deprisa que frenaban el avance de las fuerzas aliadas, que tuvieron serios problemas para poder hacerse cargo de los prisioneros. Las tropas norteamericanas detuvieron su avance a 250 kilómetros de Bagdad por orden de sus superiores, no porque el enemigo se lo impidiera.

La penetración occidental (norteamericanos, británicos y franceses) por el frente del Oeste cortó de un tajo las líneas iraquíes el 23 de febrero. Tres días después, la capital de Kuwait era liberada por las columnas árabes de la coalición internacional. El día 28, un derrotado Sadam Husein aceptaba el alto el fuego.

El final de la ardiente batalla del desierto, en la que el tirano de Bagdad había intentado cambiar por la fuerza el inestable orden de un mundo aún no recuperado de la conmoción de la caída del muro de Berlín, simbolizó de alguna forma el fin de la guerra fría y abrió las puertas al nacimiento de un mundo con un solo amo.

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