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El agujero en el aire

En estos días de jubileos y efemérides, pongo un disco de mi venerado Leonard Cohen y la voz de cemento deja caer una frase con rotundidad de oráculo: "Democracy is coming like a hole in the air". La democracia es ese eterno agujero en el aire que precisa ser llenado, la cazoleta perforada de la que jamás podremos beber, porque antes el agua se nos habrá fugado por los agujeros. Veinte años después todo el mundo parece muy contento de vivir confortablemente instalado en este híbrido que la zoología política llama a falta de mejor término democracia, y cuya etimología nadie sabe a ciencia cierta si es adecuada. La democracia ha terminado mostrándose, ya lo vaticina Leonard, como ese perpetuo espacio vacío, ese cajón de sastre donde puede caber cualquier retal de tejido que no vulnere el reglamento sacrosanto de la libertad de expresión. No queremos que se nos cosa los labios: hablamos y hablamos, y decimos y decimos, protestamos, dejamos sentir nuestro apoyo o nuestra-más-enérgica-repulsa, y parece que ese acto inocuo de proferir palabras nos convierte, como por arte de abracadabra, en automáticamente libres. Pero libres, ¿para qué? Con motivo del cumpleaños de la Constitución llevé a mis alumnos a un debate cara a cara con parlamentarios andaluces, para ver si se enteraban (nos enterábamos) de lo importante que es estar regidos por una flamante carta de derechos y deberes y no sometidos al arbitrio de esos señores antipáticos que son los dictadores o de las compañías multinacionales; pero lo cierto es que los pobres volvieron a clase un poquito mustios y bastante vapuleados. No comprendían por qué aquellas remotas señorías de la mesa contestaban con farragosos discursos donde se repetía veinte veces la misma jerga publicitaria (compromiso, libertad, participación, autonomía, etc.) a las preguntas inmediatas y concretas que se les formulaban. Por debajo de todo aquel arsenal de abstracciones tras el que los parlamentarios se escudaban, los chavales y yo queríamos saber qué significa ejercer la libertad en una sociedad donde las reglas ya están prefabricadas, donde el sistema de juego se ha establecido teniendo en cuenta el criterio de gente que curiosamente nunca coincide con nosotros, donde por muy libres que seamos jamás tomaremos las decisiones extremas que luego nos obligarán a apretarnos el cinturón o a quedarnos sin subsidio. Queríamos saber por qué supone un problema tratar de reformar una Constitución que envejece, por mucho lifting y viagra que le endosen, queríamos saber quizá porque por edad ninguno de nosotros adolecía de esas molestas supersticiones que son la monarquía, el centralismo o la razón de Estado. Pero, como en un perfecto diálogo de sordos, lo único que nos llegaba del estrado era una ensalada de lugares comunes sobre el precio de la libertad, las carreras delante de los grises y lo penosas que eran las celdas del franquismo, esas celdas que se han convertido en requisito indispensable del prosélito modélico de la Constitución. La lección que aprendimos fue, según entendimos de vuelta, que la democracia es muy buena, sí, pero demasiado grande para tenernos en cuenta a todos. Mientras tanto, Leonard prosigue su canción: "Sail on, sail on, oh mighty ship of State" (navega, navega, poderoso barco del Estado).

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