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Pornografía

Hace muchos años, poco antes de que Franco muriera, cuando yo era un actor en ciernes, escuché decir a un director afamado que en el fondo la censura nos hacía un favor a los actores españoles porque nosotros "no sabíamos desnudarnos". Muy poco después el más tonto hacía relojes en materia de despojarse de la ropa; "por exigencias del guión", como entonces se decía, fuimos muchísimos, y sobre todo fueron muchísimas, quienes echamos kilos de carne y de piel de zonas hasta entonces bien cubiertas en el asador del destape; palabra tan nefasta como certera que vino a definir una época tan nefasta como seguramente necesaria del espectáculo en España. Mucho antes, en 1960, cuando las bravas actrices italianas lucían en la pantalla combinaciones de nilón, mientras que sus equivalentes españolas, gracias a la censura, aún iban por casa arropadas en cálidas y recatadas batas, Witold Gombrowicz escribió una novela que tituló Pornografía. Cuando la novela fue reeditada, el polaco decidió cambiarle el título por el de La seducción, más sugerente quizá, pero menos contundente que el primero. El novelista explicó el cambio aduciendo que entre los años transcurridos entre ambas ediciones, unos 10 o 12, la palabra "pornografía" había perdido el estigma que hasta entonces había tenido. Keneth Tynan, por poner el ejemplo del más valenciano de los autores ingleses, y al que tantas veces nos referimos desde aquí, ya había estrenado en un teatro de Londres su Oh, Calcuta! y publicado un Elogio de la pornografía con el que, entre bromas y veras, había dotado al género de cierta naturaleza legal, por decirlo de alguna manera, y ventilado las nieblas siniestras en las que hasta entonces había permanecido. Volviendo a la España de la transición, al tiempo que Milans del Bosch y Tejero conspiraban para dar un golpe con el que pretendían dejarnos a todos, más que vestidos, uniformados y en fila, hubo una polémica que intentaba poner las lindes entre lo que pudiera ser considerado erótico y lo que se calificaría de pornográfico. O sea, entre lo que entonces, de manera muy peculiar y estrictamente española, se llamaba "S", y lo que iba a pasar a considerarse "X", al igual que en el resto del planeta. Creo que la cosa quedó zanjada de la siguiente manera: los actos sexuales que se pudieran ver sin demasiado entusiasmo y a una cierta distancia, se consideraban eróticos. Los actos sexuales explícitos, y acompañados de insertos, es decir, de planos cortos de los órganos en actividad, se tenían por pornográficos. En cuanto a los desnudos, la cosa pareció quedar donde debía de haber estado desde siempre. La desnudez por sí sola, sea cual sea la intención con que se exponga, es un elemento dramático más, del mismo valor que la luz, los elementos escenográficos, la utillería, etcétera, y estrictamente equivalente al traje que se elige para vestir al mismo personaje que se va a desnudar. Sólo la carga de hipocresía y ramplonería que llevamos encima consigue que escandalice más la ausencia de unos calzoncillos que la de las trabas que en la vida ordinaria nos ponemos para mostrar nuestros sentimientos, y de las que los actores tienen la obligación de desprenderse, porque en ese despojamiento está la raíz de su oficio. Por otra parte, el desnudo -y el masculino, sobre todo- ha pasado de ser un aliciente del espectáculo a convertirse en un acicate comercial que ha invadido el mundo de la publicidad. Sin franjas horarias y sin que nadie diga esta boca es mía, los modelos conducen coches, se compran vaqueros o acunan a sus bebés, como Dios los trajo al mundo, por utilizar el eufemismo. Pues la perogrullesca retahíla que precede parece quedar lejos del alcance de los dueños "de paredes o de solar" -como se dice en el lenguaje de los cómicos- del teatro Talía de Valencia, donde se representa una función de Kevin Elyot, de cuyo reparto formo parte, y cuyo tema son las penas por las que pasa un grupo de homosexuales al llegar a la cuarentena. Según he leído en la prensa, la timorata sociedad se trajo a un notario y a un abogado al estreno que levantaron acta de que en su escenario estábamos representado una obra "pornográfica". Alguien debería levantarles acta a ellos por la soez y malintencionada manipulación del lenguaje. Y por su presunta homofobia, que también debe ser delito.

Enric Benavent es escritor.

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