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Adelante, hombrecillo

Hace unos días, un hombre recibía un premio en Huelva; era un diminuto madrileño de gafas redondas, que saludaba a las cámaras con una sonrisa entre tímida y atónita extraviada bajo la maraña de barba y canas. El hombrecillo tenía el aspecto afable del tonto de la clase, del que nunca se entera de nada pero sigue sonriendo con perfecta convicción; el estrado, la tramoya y los focos parecían venirle demasiado grandes: costaba menos imaginarlo en el salón de su casa, enfrascado en una bata a cuadros, revisando con las zapatillas a rastras el contenido de la nevera. Ese hombrecillo era Fernando Colomo, y su premio la Carabela de Plata, con la que el vigésimocuarto Festival de Cine Iberoamericano ha querido respaldar una carrera tan prolífica como risible, y entiéndanme bien el adjetivo. En 1980, el año en que se estrenó Ópera Prima, yo y la gente de mi quinta todavía nos entusiasmábamos con la gallina Caponata o asistíamos a los perpetuos combates de Mazinger-Z contra los robots enemigos; me (nos) harían falta una docena de años para entender que aquella remota película de un novel Fernando Trueba y producida por otro Fernando, nuestro hombrecillo, era, aparte de una fantástica ocasión para pasárselo bien, el testimonio más acabado y locuaz de una cosa de la que luego fuimos sabiendo lentamente, por discos, entrevistas y otras, muchas, infinitas y farragosas películas: la movida madrileña. Esos pisos caóticos de Lavapiés decorados con colores pastel, esos personajes de pendientes de diseño atrapados entre el spleen y la cocaína, las funambúlicas relaciones de amor y compañerismo sobrellevadas entre músicas de Tequila o los Burning eran las aristas de un mundo que Fernando Colomo contribuyó a crear y del que es particularmente progenitor. Para gente que, como yo, no estuvo allí (como no estuvo en la transición, ni en Vietnam, ni en los salvajes años veinte), las películas de Colomo constituyen una especie de resumen o compendio de aquel pasado del que los padres progres todavía nos hablan con ensoñadora nostalgia. Para nosotros todo se limita, como siempre, a imágenes: Tierno Galván, Radio Futura, Almodóvar, Resines, Óscar Ladoire. Toda esa caterva de nombres y personajes, unida a una música con un signo muy especial que todavía da sus coletazos, unida a un modo despreocupado y casi filantrópico de entender la movida que lamentablemente parece estar en retroceso, hoy que te sueltan un navajazo entre cubata y cubata, forma parte de la memoria de nuestra generación y se ha acomodado a ella como el recuerdo admirado de los Beatles o el hippismo. Esas películas sobrepasan los perímetros del celuloide: ya nos parecen naturales y casi perpetuas, como si siempre hubieran existido, como si resultara absurdo pensar que fuese de otro modo. Pero tampoco tenemos que reducir a Fernando a la paleontología. Mis amigos, que prefieren los onanismos de Medem o el makinavajeo de Aranoa, comentaron indulgentemente al salir del cine que Los años bárbaros no era una maravilla. No, ciertamente, pero es de agradecer que donde otro nos hubiera colocado un mamotreto libertario (y no miro a nadie), Fernando nos inyectara un saludable chute de optimismo. Adelante, hombrecillo, seguimos de tu parte.

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