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Reportaje:

Soñar en la boca del metro

La estación de Atocha acogió sólo a cinco indigentes la primera noche que abrió como refugio del frío

Cuando las lolitas minifalderas corrían la noche del sábado por los pasillos de la estación de metro de Atocha para no perder el tren que les llevaría a casa a la hora establecida por sus padres, José Ramón ya esperaba en la puerta de la sala abierta ese día por el Ayuntamiento para que los indigentes soporten mejor los rigores del frío. Era el único.Apenas unos minutos antes, a las diez de la noche, dos guardas jurados habían abierto la puerta de ese espacio mísero (un túnel iluminado sin nada de mobiliario) que para algunas personas sin techo puede ser mejor que una suite de lujo. Para José Ramón -un inmigrante uruguayo, educado y aseado, que el resto del año duerme en el quicio de una zapatería de la corredera de San Pedro- comenzaba el tercer invierno que pasa las noches al calor del pasadizo.

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Un bien escaso

Él es un veterano, como Ángel, de 43 años, que llega un poco más tarde y le pide al fotógrafo que no le enfoque de frente porque tiene una familia que ignora que está en esas condiciones. Ángel y José Ramón no se conocen. Son sólo dos de los cinco sin techo que estrenaron el sábado la nueva campaña de acogida de indigentes en el metro de Atocha.

"Es que muchos, ni lo sabíamos", aseguraba Ángel; "yo mismo iba esta noche para el paso de peatones de Atocha, pero de casualidad he visto abierto esto y he decidido quedarme". Si estas cosas se midieran por éxito o fracaso, indudablemente podría calificarse la primera noche de acogida como de un auténtico fracaso.

José Ramón quiere ayudar al fotógrafo en su trabajo: "Si necesitas más gente para la foto, mañana llamo a unos colegas y nos presentamos aquí 30 o 40". La noche del sábado pasado, la del estreno y la del fracaso, no hubo las heladas previstas en la capital. En el exterior, el termómetro señalaba 12 grados a las diez de la noche, y un par de grados menos hacia las doce. Lo que se dice una noche soportable en cualquier otro sitio.

Ángel suele pernoctar en el pasadizo de peatones de Atocha, donde la terrible corriente de aire ha mandado a dos amigos al hospital con neumonía y donde ha presenciado historias terribles: estaba el día que un coche se estrelló en ese túnel y murieron todos sus ocupantes. Fue el resultado de una cunda, los taxis piratas o correos que establecen su servicio urgente del centro de la capital a los hipermercados periféricos de la droga para los muchachos que necesitan pillar una dosis deprisa, deprisa.

José Ramón, por su parte, recuerda años anteriores en este refugio habilitado y vigilado: "El primer día vinieron unas 60 personas. Estaba todo más limpio, pero este año no nos han puesto ni una papelera ni funciona el váter químico".

También él recuerda historias terribles, como la del intento de gaseo por parte de unos cabezas rapadas: "Vinieron dos chavalitos jóvenes, que no iban de nada, y pasaron un par de horas con nosotros. A los pocos días, esos mismos montaron la movida. Hasta pararon un metro en su huida", explica José Ramón.

A las once y cuarto, un acordeonista que animaba las carreras inquietas de las pandillas de chicos y chicas, recoge sus monedas y bártulos y deja el pasadizo en silencio. Un silencio que sólo se interrumpe de vez en cuando con el traqueteo de los tacones apresurados de las lolitas más rezagadas.

Se va acercando la medianoche y el acceso del metro está cada vez más solitario. Ni siquiera llegan más indigentes. José Ramón repara en que puede ser por el partido de fútbol y, aunque ya se sabe el resultado y la bronca culé a Van Gaal, siguen sin venir.

Los que sí llegan son los de Amauta, una ONG que ayuda a los desatendidos. Traen leche caliente, cola-cao y galletas. "Darles un toque a los que veáis como nosotros por ahí, que vengan para acá", les ruegan los indigentes a sus benefactores. Con un papel, José Ramón limpia la gota de leche que se le derramó al servirse: "Es que si no lo hago, luego se pisa y con toda la gente que va a venir se pone todo perdido".

No fue el caso. Muy pasadas las doce de la noche, sólo estaban ellos dos y otro que llegó, pero que al ver aquello tan vacío se fue a tomar un cubata.

Ángel se quedó un rato solo y desplegó los cartones que acaba de coger en McDonalds para hacerse la cama. Luego regresó José Ramón y el del cubata, y un poco más tarde, otros dos que no se conocían. A las cuatro de la mañana, los cinco roncaban como benditos, en sus cartones, y el guarda jurado de la puerta, recostado en el dispensador de billetes, luchaba contra su propio sueño.

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