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LA CASA POR LA VENTANA

Danzón de exequias

El centenario de "La interpretación de los sueños", de Freud, podría fijar la erradicación del afán centenarionarcisista

Ahora que la fiebre conmemorativa insiste en la necesidad de ejercitar la memoria histórica es hora de recordar que también el teatro tiene la suya, y así lo ha visto sagazmente Ramón Rosselló desde el abrigo de su cosa universitaria organizando una rememoración de los años del teatro independiente. No se me ocurre qué habría de conmemorarse de toda aquella miseria, y aún así me acerqué fugazmente a la sesión dedicada a los grupos de cuando entonces para descubrir, algo estupefacto, que todos éramos unos muchachos estupendos que a punto estuvimos de rescatar a este desdichado país de las garras de la desidia cultural. A la vista está el menguado éxito de tan generosa empresa, pero asombra escuchar a un todavía mitinero Manuel Molins asegurando que combatía en cuatro frentes, nada menos, a cuenta de sus afanes escénicos, o a un Josep Lluís Sirera afirmando sin sonrojarse que se aprende mucho de teatro escribiendo telecosas. Qué procesión de fantasmas, que diría Samuel Beckett. Y eso dejando aparte que el único que trató aquí de dignificar el teatro desde los sesenta en adelante, sin más aspiración revolucionaria que la que pudiera obtener con sus montajes de autores europeos contemporáneos, fue Antonio Díaz Zamora, a quien ya apenas si se lo menciona para nada. Está muy feo embrollar a los más jóvenes a cuenta de un pasado que desconocen, y la suerte de algunos de los asistentes a esa mesa redonda es que no queda memoria videográfica de sus antiguas hazañas escénicas, pues de lo contrario es dudoso que se atrevieran a subirse a la tarima. Esta es la hora en que no se sabe si aquellos maestros eran más burdos como militantes antifranquistas y nacionalistas que como artistas del teatro, aunque el revoltijo de ambas cosas era terrorífico, lo que resulta sintomático de toda clase de males si se considera que, por ejemplo, Carles Alberola reclamaba para Rodolf Sirera la condición de buque insignia de la dramaturgia valenciana. Vaya un navío y, sobre todo, vaya un banderín. Es lo mismo que pasa con la danza de creación, que ha repasado con exquisita elegancia Ferran Bono en el cuadernillo de los jueves de este periódico. Cuando dentro de 10 años se celebren las jornadas correspondientes, que nadie olvide a qué debió exactamente Rosángeles Valls de Sirera su lugar de privilegio, por qué Vicente Sáez hubo de recurrir a un relativo exilio, qué zancadillas sufrió Gracel Meneu, a santo de qué se empeñó Consuelo Ciscar en aldeanizar el Centro Coreográfico intentando colocar al frente a su ahijada Olga de Soto para resolverse luego por la meritoria Inma Gil Lázaro, qué clase de apoyos recibió el pobre Juan Alfonso Gil Albors (los mismos, mira por donde, que recibiera en su día Manuel Ángel Conejero) para destrozar Teatres de la Generalitat a cambio de abrir su primera temporada con dos espectáculos, dos, de Ananda Dansa en el Rialto, y tantas otras cosas recientes que conviene recordar a fin de no marear con cuentos chinos a esos futuros universitarios que ahora disfrutan, y que les dure, de la inocencia de sus nueve añitos, ajenos a la que les espera. Cambiando de escenario, aunque no sé si también de tema, asusta ver en la tele a Augusto Pinochet Hiriart vociferando como lo que es, digno hijo de su padre, y también seguramente de su madre, y reconforta que el más nuestro Franco Bahamonde sumase a sus carencias la de no tener descendencia masculina, porque nada asegura que hubiera sabido evitar el peligro disponiendo de la ocasión. Viendo las imágenes de los adictos al ex general chileno queda claro una vez más que el horror tiene cara, como dijera Joseph Conrad y repite John Strasberg sobre las crónicas de Shakespeare, aunque no esté decidido todavía si el combate global contra la inmunidad impune alcanzará algún día a los diseños electorales de Jesús Sánchez Carrascosa, a Eduardo Zaplana, a los versitos eróticos de Vicent Andrés Estellés (o a su Mural del País Valencià, como prefieran), a Eduardo Zaplana, a la mortal campechanería de Rita Barberá, a la cruzada occitana del filólogo after hours Lluís el Sifoner, a Eduardo Zaplana, a las cansonetes de Raimon, a Eduardo Zaplana, a los ejecutores de esa femella escultórica que simbolizaría el Monumento a la Paz, a ese Felip Bau que desde la paratele de Genoveva Reig se cachondea de los murcianos en Fem de Tele como si nunca se hubiese mirado al espejo, y al mismísimo Eduardo Zaplana, por mencionar de momento sólo algunas de las más pesadas actuaciones que hacen de esta ciudad exactamente lo que es.

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