Difícil reconciliación
EN TOKIO, una vez más, y con motivo de la histórica visita del presidente chino, está quedando claro que la fuerza principal que modela el futuro de Extremo Oriente es su pasado, la memoria colectiva. Las relaciones entre China y Japón, 53 años después de acabada la Segunda Guerra Mundial, siguen presididas y torpedeadas por la desconfianza mutua. Mala cosa, puesto que un trato estable entre las dos potencias asiáticas (que comerciaron el año pasado por valor de casi diez billones de pesetas) es fundamental para la seguridad y la paz en la crucial cuenca del Pacífico.Jiang Zemin, el primer líder chino que hace un viaje de Estado a Japón (cinco días que acaban mañana), llevaba en su agenda dos temas fundamentales. El primero, que Tokio se disculpara por escrito, como lo hizo recientemente con Corea del Sur, de las atrocidades cometidas por sus tropas en China entre 1937 y 1945. El segundo, que Japón se adhiriese a la doctrina Clinton sobre Taiwan, formulada en Shangai en junio: no a su independencia, no a su pertenencia a organizaciones internacionales que requieran la condición de Estado, no a las dos Chinas.
Pekín no ha obtenido ninguna de las dos concesiones. El primer ministro japonés, Keizo Obuchi, se ha disculpado verbalmente por los excesos de las tropas imperiales durante la ocupación de China; en una nota conjunta de ambos políticos, que se retrasó cinco horas el jueves y finalmente se distribuyó sin la firma de ninguno, Tokio usa la palabra remordimiento para zanjar el tema. Sobre Taiwan, que fue colonia japonesa, Obuchi no ha ido más allá de su declaración de 1972, cuando Japón reconoció a la China comunista, en la que Tokio afirmaba "comprender y respetar" la posición china sobre la isla, que Pekín considera todavía una provincia rebelde.
Pese a su creciente interdependencia económica y sus intereses estratégicos, el torturado diálogo chino-japonés es el más precario del triángulo -dominado por Estados Unidos- que define la seguridad de la región Asia-Pacífico. China, víctima en un pasado no lejano de una brutal agresión japonesa (en su vida corriente muchos chinos siguen refiriéndose a sus vecinos como demonios) es ahora un rival en toda regla del poder nipón. Y como tal potencia emergente, recelosa ante la renovada alianza militar entre Tokio y Washington que anticipa la posibilidad de que Japón despliegue sus fuerzas junto con las de EE UU en caso de una emergencia regional.
La visita de Zemin muestra que el catálogo de desacuerdos es amplio, pero también que es Japón quien tiene básicamente en su mano el lubricante común, en forma de satisfacción moral. Los dirigentes japoneses, rehenes históricos de enquistados nacionalismos locales, necesitan de una vez por todas vencer su aparente incapacidad para lidiar de frente con las consecuencias del pasado militarista de su país, ausente prácticamente hasta de sus libros de texto. Otras potencias lo han hecho antes. Asumiéndolo, harían un favor a sus propios ciudadanos y dibujarían un horizonte más razonable para el conjunto de Asia.
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