Carta
En esta ciudad surrealista donde uno escribe, pena y sonríe, en Granada, querida señora, opera una terrible red de orejas que hace tiempo arrebató el sueño a los empresarios hoteleros y ahora amenaza con llevar a la ruina sus establecimientos. ¡Sepa usted que un hotelero teme más a un oreja que a un diluvio en verano! La red de orejas es paradójicamente una liga sorda, un concilio secreto que se dedica a atraer a los turistas a pensiones sórdidas y a cambio exige al hospedero una comisión exagerada. Según hemos desprendido de las atribuladas manifestaciones del presidente de la Federación Provincial de Hostelería, José María Maciá, los secuaces de la Alianza de los Orejas están muy controlados. Es más, se sabe, querida amiga, que en ciertas encrucijadas de la ciudad muy concurridas por viajeros se suelen celebrar a pleno día concentraciones de orejas. No es que haya una acumulación de cabezas con sus orejas respectivas, sino de individuos que en sí mismos son una enorme y amenazadora oreja por más que las suyas sean pequeñas y proporcionadas y no de esas grandes que aquí llaman de soplillo. Sepa usted, amable señora, que los orejas, igual que los roscos de Loja y los pestiños de Vélez, son productos autóctonos que usted no encontrará no ya en su patria sino en otras provincias hermanas de ésta y, por tanto, si está interesada en fotografiar o dibujar a uno tendrá que viajar forzosamente a Granada, dejarse ver en cierto cruce que ya le indicaré y aguardar hasta que surja uno de ellos de la nada, le roce el codo con el pulpejo y le indique el camino hacia una pensión de mala muerte donde será asaltada por las pulgas. Se preguntará usted qué hacen las autoridades para batallar contra los orejas. Pues verá, según los concejales César Díaz y Juan Ramón Ferreira, el mejor antídoto es instalar en las esquinas por donde deambulan estos fenómenos unos minúsculos quioscos de información -que atinadamente llaman puntos, pues comas sería desorbitado- que además de facilitar datos veraces al viajero dan la alarma cuando divisan al oreja. Si Van Gogh ganó fama de extravagante por cortarse una oreja ya me dirá usted qué merece esta ciudad donde circulan orejas y hay casetas con ojeadores de orejas, y donde los hoteleros tiemblan cuando le ven las orejas no al lobo, querida señora, sino al oreja.
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