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Autodeterminaciones: de Bauer a Gellner

Son muchos los que opinan que el tiempo de las autodeterminaciones nacionales ya ha pasado pero seguimos hablando de autodeterminación. El debate apasionado, incluso crispado, que provoca esta palabra parece indicar que contiene la llave que abre o cierra para siempre la puerta de la felicidad nacional. Los nacionalismos luchan con todas sus fuerzas para conseguir tan preciado tesoro. Porque la nación sin autodeterminación es esclava de quien la posee y decide por ella. Las naciones, como las personas, sólo son libres en la medida que son ellas mismas las que deciden su propio destino. Es por eso que no se vivirá en un mundo libre hasta que todas las naciones sin exclusión alcancen su libertad, es decir, su autodeterminación. Pero si el nacionalismo es así, tan razonable y emancipador, ¿por qué puede conducir a la barbarie? El nacionalismo es libertador cuando define el objeto de la autodeterminación, puede ser opresor cuando define el sujeto de la autodeterminación, y casi siempre es conflictivo cuando señala el territorio objeto de la autodeterminación.Ningún demócrata puede poner en duda que todo pueblo o nación tiene derecho a decidir con plena libertad e independencia qué forma de organización estatal quiere y qué vínculos de gobierno desea mantener con otros pueblos o naciones. Hasta aquí nadie puede oponerse con argumentos democráticos al ejercicio de este derecho. La complejidad aumenta exponencialmente cuando uno se pregunta: ¿qué es una nación? Porque un derecho sin un sujeto claro y preciso sólo llega a la categoría de principio general. Nadie ha dado con la definición de nación y no ha sido por falta de intentos. Veamos una entre las muchísimas propuestas. Otto Bauer (Viena, 1881; Paris, 1938) escribió en 1906: la nación es una comunidad de cultura nacida de una comunidad de destino. Es una de las definiciones menos conflictivas (lo que no equivale a decir "menos discutibles") que se han propuesto, porque evitaba introducir la lengua y el territorio como elementos clave de la identidad nacional. Es normal en una persona de ascendencia judía, de familia procedente de Bohemia, que nació en la Viena imperial y que tenía como lenguas propias el alemán y el checo. Su definición de nación tenía dos premisas de partida: la diáspora judía y el mosaico del Imperio Austro-húngaro. Si el pueblo judío, disperso territorialmente e integrado en las culturas y lenguas de los Estados donde residía, era una nación, y también lo podía ser cada una de las culturas mezcladas territorialmente y (en algunos casos) con lenguas comunes de la Europa central y oriental, la consecuencia era que se podía concebir una comunidad nacional sin territorio propio ni lengua exclusiva.

Todas las definiciones de nación son subjetivas en el sentido de que hay que preguntarse primero quién y en qué contexto hace su definición de nación. También son convencionales en tanto que son expresión o acuerdo sobre identidades sentidas y compartidas. Pero se debe decir casi de inmediato: no se puede crear una nación de la nada. ¿Cuáles son los factores que consiguen transformar con éxito una comunidad en nación? Aquellos que sólo se pueden comprender dentro de la modernidad, el estado y la civilización industrial. En este punto es necesario afirmar que el nacionalismo es la ideología más materialista de la modernidad porque le preocupa menos la pregunta metafísica ¿qué es la nación? que la pregunta posesiva ¿de quién es la nación? ¡Ay! si pudiéramos suprimir esta última, el nacionalismo perdería su razón material y la nación volvería a la antropología cultural. Otto Bauer decía que había dos concepciones espurias (pero triunfantes) de nación: la que procede del estado hecho nación y la que es consecuencia de la revolución industrial. Acusaba a sus "representantes" de apropiarse indebidamente de la nación, que sólo puede expresar una comunidad de cultura nacida de un destino común. Cuando desde un estado-nación, o desde un área económica determinada (naciones sin estado), se afirma o proclama la autodeterminación nacional se está hablando de la identidad pero se está realmente pensando en la posesión nacional. La autodeterminación de una comunidad nacional sólo se realiza cuando todos en la libertad y la igualdad, y no unos pocos, deciden en nombre de todos. En este sentido, Bauer contraponía su idea (kantiana) de nación, proyectada hacia un futuro socialista, con la nación realmente existente, cuya evolución y contradicciones descubría haciendo uso del materialismo histórico.

Ernest Gellner (París, 1925; Praga, 1995), otro gran teórico del nacionalismo y, como Bauer (sorprende la falta de referencias de Gellner a Bauer cuando hay algo más que concomitancias entre ambos autores), de ascendencia judía y juventud vivida en el complejo mundo plurinacional de la Europa central, ha explicado mucho mejor las raíces del nacionalismo en la modernidad, su desarrollo en el contexto de la civilización industrial y su explosión ideológica como legitimación de la nación. Una de las principales virtudes de Gellner ha sido dar una explicación histórica al nacionalismo y, al mismo tiempo, evitar una definición cerrada de nación: "De hecho, las naciones, al igual que los estados, son una contingencia, no una necesidad universal. Ni las naciones ni los estados existen en toda época y circunstancia. Por otra parte, naciones y estado no son una misma contingencia. El nacionalismo sostiene que están hechos el uno para el otro, que el uno sin el otro son algo incompleto y trágico. Pero antes de que pudieran llegar a prometerse cada uno de ellos hubo de emerger, y su emergencia fue independiente y contingente" (Naciones y nacionalismo, p. 19-20).

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Bauer y Gellner coinciden en una cuestión esencial: la autodeterminación es un derecho personal y colectivo pero no territorial. En su obra póstuma, Nacionalismo, Gellner ha dejado escrito: "El derecho de las naciones a la autodeterminación parece un principio que podría llevarse a la práctica y generar soluciones únicas y especialmente vinculantes en diversas situaciones concretas de conflicto, pero no es más que una bobada". Sólo en un mundo donde comunidades culturales y territorios coincidieran exactamente se podría desarrollar territorialmente este principio democrático. Pero no es así, casi en todas partes. Bauer no vivió lo suficiente para ver la constitución del Estado de Israel, pero no dudo de que la hubiera repudiado y, además, denuciado como un ejemplo de una nación que se autodetermina territorialmente oprimiendo a otra. El fetichismo de la "tierra prometida" y las au Pasa a la página siguiente Viene de la página anterior todeterminaciones unilaterales deben formar parte del pasado. El territorio no entiende de identidades aunque sea objeto de disputas nacionalistas por su posesión. Y no olvido que debe distinguirse entre nacionalismos de estado y de oposición. Los primeros son los causantes de los segundos, pero cuando éstos consiguen llegar a ser como los primeros, pueden emularlos en la negación del otro. Croacia, por ejemplo, y tantos otros.

No se podrá construir una organización política basada en la libertad y la convivencia entre todas las culturas si no desarrollamos la ciudadanía como el concepto intercultural que las relaciona y ampara en la igualdad, como el fundamento del estado compuesto o federal, como el reconocimiento de que la nacionalidad, entendida como afirmación positiva de nuestra identidad cultural, es a nosotros, y no al Estado, a quien corresponde decidirla. De este modo se puede hacer compatible la codeterminación de la ciudadanía, culturalmente plural, que fundamenta la organización y distribución territorial de los poderes públicos, con la autodeterminación cultural que se basa en la identidad de las personas y no de los territorios donde residen. En la medida que se avance en esta dirección nos estaremos acercando hacia una época efectivamente postnacionalista.

De lo contrario, los conflictos nacionales persistirán como un juego de espejos (título de un excelente libro de Francisco Letamendía sobre los conflictos nacionales centro-periferia) entre nacionalismos, los cuales se deslumbran, se imitan, se complacen en la mirada sobre sí mismos. El juego nacionalista afirma la propia identidad frente al otro, que se convierte en víctima del deslumbramiento que anula o ciega su identidad, pero éste, a su vez, puede resistirse y oponerse con los mismos argumentos y medios, pero con objetivos territoriales tan incompatibles que chocan violentamente como los rayos solares reflejados entre espejos enfrentados. Esta dialéctica conduce a la barbarie y yo sólo conozco una forma de frenarla: que desaparezcan las banderas de los estados o de las naciones -¡qué más da!- que marcan los territorios y que todos convivamos nuestra / vuestra identidad sin necesidad de levantar ninguna bandera.

Miquel Caminal Badia es profesor de Ciencia Política de la Universidad de Barcelona.

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