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Del 98 al 98

El regeneracionismo saca partida de nacimiento en el Desastre. Es un empeño por identificar tiempos y causas de la decadencia, esa "perdurable modorra de idiotez y egoísmo que ha sido durante tres siglos nuestra historia", según Ortega. Era preciso hacer algo urgentemente porque los españoles se habían quedado sin nación. El regeneracionismo quería "renacionalizar" a España.Después, la Restauración dio paso al primer "hombre bueno" del que hablaba Macías Picavea, y luego llegaron los "vendavales" que pronosticaba Mallada. La dictadura de Primo y la República invocaron a Costa. Maeztu y Azaña escribieron sobre el "león de Graus". Pero todos los planes regeneracionistas quedaron arrumbados en aquella locura de la guerra civil.

La ironía de la historia quiso que la etapa más larga de estabilidad en España en este siglo, la que permitió el "despegue" de la economía, como diría Rostow, y los primeros logros regeneracionistas, fuera la dictadura de Franco, otro "cirujano de hierro", ejemplo de un mal patrio típico: el militarismo. Con el militarismo, la segunda dictadura intensificó otros vicios españoles, como la fusión entre la Iglesia y el Estado, la corrupción pública, el caciquismo del partido único y la arbitrariedad contraria al Estado de derecho. Pero, a partir de los años sesenta, gracias a la acumulación de capital producida por las remesas de los emigrantes y el turismo, la dictadura desarrolló las infraestructuras y echó las bases de un Estado del bienestar paternalista. Franco hubo de pagar un precio altísimo en dignidad castrense, pues supeditó los intereses españoles a los de EE UU, e incluso renunció a la soberanía sobre algunos enclaves del territorio para la instalación de bases de ese país, vencedor en la contienda de 1898. Por entonces habían pasado 75 años del siglo.

La transición puso fin al estado de excepción permanente de la dictadura de Franco. Volvieron los "españoles del exilio y el llanto". Se proclamó una generosa amnistía que procuró la convivencia pacífica, al beneficiar tanto a los perseguidos políticos del franquismo (que no la necesitaban) como a los perseguidores.

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Bajo la sombra de una intentona fallida, el PSOE alcanzó su rotunda victoria electoral en 1982 y se propuso culminar el programa regeneracionista. Aquellos "jóvenes nacionalistas" modernizaron España; mejoraron las infraestructuras, reformaron el Ejército, dotaron de medios a la administración de justicia, renovaron el sistema educativo, universalizaron la Seguridad Social, completaron el Estado de bienestar e hicieron realidad el sueño europeísta de Costa al acceder España a la CE. Sin embargo, por otra ironía, hasta sarcasmo, de la historia, el mandato del PSOE convivió con un poderoso rebrote de otro mal endémico en España: la inmoralidad pública, la corrupción entreverada de la más castiza picaresca. Parecía haberse realizado el temor de Mallada: "Tendremos que admitir como buena la doctrina de que robar al Estado no es robar".

El posterior Gobierno de la derecha cumplirá una misión regeneracionista muy de agradecer sólo con demostrar que es capaz de gobernar con respeto a las reglas del juego del Estado democrático de derecho. Cosa que no le será fácil por cuanto,aparte de su talante autoritario, es víctima de otro curioso sarcasmo. Sarcasmo es que los descendientes ideológicos del "una, grande, libre" necesiten del apoyo de sus inveterados enemigos de la derecha nacionalista y hayan de tolerar que sus socios cuestionen el ser y la esencia sacrosantos de España.

El nacionalismo que hoy conocemos no estaba entre los males que denunciaban los regeneraracionistas. Macías Picavea y Costa apuntan a la posibilidad de que, ante la inacción del sistema dinástico, el regionalismo se haga más virulento, pero no creen en ella. Veinte años más tarde, para Ortega, la invertebración es nuestro principal problema.

Siempre se ha dicho que si se hubieran aceptado las propuestas autonómicas del conde de Aranda, el imperio de América no se habría perdido; que si después hubiera concedido la autonomía a Cuba y Puerto Rico, tampoco las Antillas, y nos habríamos ahorrado el Desastre. Hoy sabemos que eso es una ilusión. Nunca Cataluña, Euskadi y Galicia han tenido tanta autonomía y eso no ha frenado los pujos independentistas o secesionistas. Tenía razón Tocqueville: la revolución comenzó el día que el ancien régime empezó a hacer reformas.

Así que lo que se avecina no será fácil de trajinar: reconocimiento y ejercicio del derecho de autodeterminación y posible reforma de la Constitución. A ver si esta vez atinamos con una definición de España que satisfaga a todos. Porque si no es una nación tampoco será una nación de naciones. Pero, sea lo que sea, tiene que incorporarse a Europa como un factor constructivo y no como una jaula de grillos. Lo cual nos hace despertar angustiados del sueño europeísta con el temor de que nuestra permanente discordia deje a este aspecto esencial del regeneracionismo convertido en la típica ostentación española que ya irritaba a Gracián. Quizá también nuestra europeización, como nuestro poderío naval en el primer 98, fue embeleco. Ingresar en la CE ha servido para hacer más patente nuestro retraso en los aspectos caros a los regeneracionistas: ciencia, técnica, educación, cultura, civilidad y demás. Una ojeada al registro de patentes, a las listas de los Nobel, libros, revistas, congresos internacionales o fondos editoriales de clásicos lo confirma.

Seguimos sin élites, como decía Ortega (que, en su pesimismo, también sostenía que nos faltaba el pueblo que las tome de modelo), sin innovación, sin iniciativa, sin espíritu empresarial, importándolo todo, traduciéndolo, doblándolo. En estas condiciones de doble desvertebración, territorial y social, la pertenencia a la UE está llena de peligros. No tengo reserva alguna frente a Europa, pero es claro que la UE ejerce una atracción disgregadora en España. No será fácil mantener la unidad territorial del país en el seno de una entidad más amplia a la que los nacionalistas vascos, catalanes y gallegos ven como una oportunidad para deshacer los lazos de una nación en la que no creen y cuyo valor como mercado resulta hoy francamente ridículo frente al mercado único europeo.

Se cierra el ciclo del regeneracionismo con un balance indeciso: España ha salido parcialmente de su atraso y su atonía; se ha reincorporado al concierto de las naciones europeas; pero no se ha igualado a ellas, en parte a causa de las energías que invierte en dilucidar su propio ser. Es más, al final del empeño regeneracionista de "renacionalizar" España se abre la posibilidad y hasta la probabilidad, que retóricamente entreveía Costa, de una fragmentación de sus regiones periféricas,hoy naciones.

Personalmente me parece un desatino; pero mayor desatino me parece pasar otros cien años debatiéndolo, como si no hubiera nada más importante.

Ramón Cotarelo es catedrático de Ciencia Política de la Universidad Complutense de Madrid.

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