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Para qué sirve el otoño

Vuelve el frío (ha vuelto, de forma resuelta y decidida, esta misma semana) con ese encanto melancólico que sólo comprendemos los partidarios de una estética septentrional, los que no bailamos al son que tocan Caribe Mix, Merengue merengue u otras compilaciones de música sabrosa, tan queridas por los apologistas del trópico. Los meses del frío se relacionan con el trabajo, con largas horas de taller y de oficina, con una vasta y sumaria tristeza. Pero alguien debería desmontar esa leyenda negra. El otoño y el invierno son estaciones propicias para la confidencia, para las largas conversaciones ante el velador de un café. No es cierto que trabajemos más y vivamos menos cuando hace frío: todo se reduce a que anochece muy pronto. Como los seres humanos seguimos siendo esencialmente diurnos, la oscuridad invernal nos desconcierta. Y sin embargo, los atardeceres otoñales sirven para apuntalar amistades que habían comenzado a enflaquecer, sirven para cohesionar a las familias (mucho más en estos tiempos en que las familias, al reclamo del verano, tienden a la desbandada), sirven para reencontrarse uno a sí mismo en secretas aficiones. El otoño sirve para trabar conversaciones interesantes y ejecutar movimientos más pausados. El otoño sirve para entregarse a un ocio introvertido y humanista. El otoño sirve también, quizás sobre todo, para el amor. Si en verano uno se fija en las formas opulentas de una patinadora que surca la vía pública ligerísima de ropa o en el cuerpo de una nadadora que se dirige a la piscina, en invierno uno prefiere quedarse con la sonrisa tímida de cierta dependienta, con la mirada equívoca de esa estudiante que transita por el parque. Los meses del frío no están para fijarse en la hechura de unas piernas, pero sí para prendarse de las formas del andar. Presumo que en los hombres, contemplados como objeto erótico, ocurrirá algo parecido: el calor predispone a los cuerpos atléticos, mientras que durante los meses de frío se llevan la palma los seductores más sentimentales, los poetas ágrafos y los leales compañeros de las damas (de pronto hay damas y hay galanes, como en las viejas películas). El otoño sirve incluso para dignificarnos: para que las personas más hermosas adquieran una extraña dimensión espiritual y para que las personas no tan hermosas podamos simular una vaga belleza, ya que acaso una frase interesante, una impulsiva carrera entre los amarillos árboles del parque o la veladura de una bufanda nos pueden redimir, quién sabe, a los ojos de alguien especialmente indulgente con las creaciones erróneas de la naturaleza. Hay otro modo de decir estas cosas, llevados de la mano de la antropología popular, de la contundente y más explícita elocuencia: si los polvos antológicos se consuman en primavera o en verano, sin duda los amores más apasionados (también los más apasionantes) se desarrollan a ritmo de atropelladas corazonadas invernales, entre abrigos, bufandas y mitones. Posiblemente el verdadero amor sea cosa de días fríos y labios ateridos, mientras que el sexo, el verdadero sexo, es ejercicio propicio a las altas temperaturas, la gimnasia pródiga ejecutada en un aparthotel. No es mala simetría la que adscribe distintos ejercicios amorosos, distintas expresiones de sensualidad, según las estaciones del año. En verano uno se reencuentra con el cuerpo deseado. En otoño, misteriosa, mágicamente, el reencuentro se produce con algo que estaba aún más allá: la inmaterial persona amada, ésa que permanece extraviada bajo innumerables capas de moda otoño-invierno. Estos ciclos se emparentan también con el implacable transcurso del tiempo personal y con las huellas que va dejando en la memoria: posiblemente, con los años, uno se vuelve también en esto más otoñal, más parecido a una suerte de sabia y melancólica hojarasca.

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