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Europa vista desde el euro

El 1 de enero de 1999, en París, Londres, Berlín y otros lugares, las monedas se convertirán en subdivisiones de una moneda única, el euro. A partir del 1 de enero del 2002, en Europa sólo habrá en circulación siete billetes: de 500, 200, 100, 50, 20, 10 y 5 euros. Y ocho monedas, para los cents (curioso americanismo, ya que, en lengua románica o de origen latino, cent significa centena, y no céntimo).¿Qué es lo que se ve en nuestros futuros billetes cuya maqueta acaba de ser desvelada? En el anverso, una ventana. En el reverso, un puente. Ventanas y pórticos simbolizan el espíritu aperturista, y los puentes, la idea de comunicación. Cinco euros: un antiguo ventanal, un acueducto; 10 euros, un pórtico románico, un puente de piedra... Doscientos euros, una puerta acristalada, un viaducto. Ni un solo hombre, ni una silueta sobre estas pasarelas, bajo estas bóvedas suspendidas entre el cielo y la tierra, como apariciones fantasmagóricas (pilares y columnas descansan en el vacío). Ningún nombre propio, ningún retrato, ningún lema. No hay paisaje, ni fecha, ni lugar. Imágenes frías, tecnológicas, desérticas. Diseños de ordenador. El Instituto Monetario Europeo se jacta de haber dado "una representación apropiada" de Europa. Resultado: una simbología sin carne. Monumentos virtuales para una Europa virtual. Pictogramas comodín. Señales fuera de contexto que delimitan una zona económica sin ambición histórica ni valores morales reivindicados. Mercadotecnia y diseño han parido un sistema de identidad visual con el que nadie puede identificarse afectivamente, tan frígido como un logotipo de Warhol. Es Euroland como no man"s land, no sight"s land, a land of nowhere. Una ópera sin voz. Una maquinaria abstracta, aburrida como un día de elecciones europeas. ¿Es esta tierra flotante, sin pilares en el corazón y en la memoria de los hombres, la "metanación", el gran pueblo en formación que nos habían anunciado? ¿Euro, Europa año cero?

"Hay dos cosas que conforman el alma de una nación", escribió Rénan a finales del siglo pasado. "Una radica en la posesión común de un legado de recuerdos; la otra radica en el consentimiento presente, el deseo de vivir juntos, la voluntad de seguir haciendo valer la herencia que recibimos indivisa". ¿Somos acaso europeos sin recuerdos? ¿Sin herencia? Dejemos de lado las glorias políticas y militares susceptibles siempre de vejar algún amor propio nacional. Quedaban Erasmo, Newton, Camoens, Shakespeare, Garibaldi, Goethe, Voltaire, Cervantes... ¿"A los grandes hombres, Europa, agradecida"? Son 15 países; mañana, 21. Veintiún galerías de grandes hombres... Lo admitimos: la elección no era fácil, desde luego, pero, ¿cómo puede ser Europa el porvenir, sentido y vivido, del europeo si le priva de su pasado sin darle otro, sin reconocerse una leyenda exclusiva? Reducir la herencia histórica a lo inmobiliario y el patrimonio a unos vestigios fragmentados de obras anónimas da muestra de una inquietante incapacidad para personificar, para ofrecer algo que ver e imaginar, sin equivalente en la génesis de otras federaciones llamadas a perdurar. La originalidad europea se hizo a base de los divisores más grandes. Podemos temer que la búsqueda del más pequeño denominador común, ya sea en el arte gráfico o en el político, la conduzca pronto a la mayor insipidez.

Los signos monetarios siempre tienen más sentido del que creemos los que que sólo prestamos atención a la cifra grabada en los ángulos. Los billetes, documentos de identidad colectiva, son un poco los lapsos de las naciones, sus "chistes", diría Sigmund Freud, en los que se traiciona un inconsciente histórico. Ya lo hemos dicho: las naciones son unas "comunidades imaginarias" en las que el vínculo entre los individuos no se establece tanto a través de ideas como a través de imágenes compartidas, mitos, leyendas o personajes. La construcción de una genealogía es fundamental para toda legitimidad política, como la memoria lo es para la voluntad. La Europa de Bruselas es un niño sin padre: sus signos de poder carecen de todo aspecto imaginario o mito movilizador. El euro es un desierto de hombres. Lo contrario de una personalidad colectiva. No hay nada que recuerde, incluso en sus comienzos, a los Estados Unidos de América, con los que algunos querrían comparar los "Estados Unidos de Europa".

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Observen al viejo greenback. Verán al Tío Sam al desnudo. La moneda única de los Estados Unidos de América, al igual que las demás monedas del mundo, narra una epopeya, un western secular, la película de los Padres Fundadores. Un dólar, George Washington. Dos dólares, Thomas Jefferson; cinco dólares, Abraham Lincoln; 10 dólares, Alexander Hamilton; 20 dólares, Andrew Jackson; 50 dólares, Ulysses Grant. El dólar testimonia que las 13 colonias estadounidenses (que tenían la misma lengua, la misma fe protestante, la misma historia o la misma ausencia de historia, la misma cultura y un mismo enemigo, la corona británica) se unieron -y permanecieron unidas- en torno a rostros, nombres propios y lugares definidos. Estados Unidos está soldado como una unidad soberana por una guerra de liberación e impregnado de una Guerra de Secesión. Si tiene la suerte de tener entre sus manos un billete de 100 dólares, verá en el anverso a Benjamin Franklin y en el reverso el Independence Hall de Pensilvania, un "lugar para el recuerdo" sin ambigüedad que se destaca sobre un paisaje claramente identificado bajo el lema: "In God we Trust". Europa no es la tierra del pueblo elegido, a Dios gracias. ¿Significa que sólo cree y no sueña en nada más que en intercambiar mercancías?

Tomen el billete de un dólar. Washington, en un medallón, el antiguo comandante en jefe del ejército continental, con la peluca empolvada, con chorreras, 64 años. Observen el sello de cerca. El águila representa la soberanía estadounidense. Su cabeza, el Ejecutivo; su escudo, el Legislativo y su cola de nueve plumas, el Judicial. En su garra derecha, una rama de olivo; en la izquierda, las flechas de la guerra. Todo ello bajo una "gloria" divina, el Espíritu Santo.

Fíjense en el reverso. El ojo de Dios, bien abierto, corona una pirámide de 13 escalones (las colonias originarias). El poder secular del Estado -ejército y burocracia- se sitúa así bajo elección divina. "Annuit coeptis". Dios ha protegido nuestras empresas. Este rectángulo verde y blanco sustenta, en definitiva, a una nación mesiánica (la URSS también lo era, pero no era una nación), sin duda la última del mundo, junto a Israel, pero ella sigue queriendo el "gobierno global". A su lado, el euro se parece a la unidad de cuenta de una multinacional. Un billete de Mono- Pasa a la página siguiente Viene de la página anterior poly. Útil en un sistema de intercambio comercial, cierto. Pero no conforma un destino.

Que el euro pueda hacer un día la competencia al dólar es una esperanza ampliamente compartida en Europa. Pero la economía no logra crear una potencia; y no da la impresión de que la riqueza europea pueda competir con la potencia americana -de la que no es, por el momento, más que una prolongación política y militar-. Dicho claramente: es el vasallo de un soberano imperial del que no cuestiona -ni por principio ni por los hechos- la soberanía. Esta Europa, integrada en la OTAN, tiene tan poco orgullo que hasta ha renunciado al famoso "segundo pilar" de la Alianza Atlántica por temor a que se enfade el primero, con mando en Washington.

En suma, la mejor muestra de las carencias de la "máquina Europa" es este pedazo de papel que no tiene ninguna historia que contar, ninguna figura de la que enorgullecerse: ningún acontecimiento fundador, ningún gran designio, ningún bautismo de fuego. Sin héroe de la independencia, y sin independencia. Hay que ser demasiado ingenuo para pensar que de un supermercado puede nacer una superpotencia sin pagar tributo en algún momento al lado trágico de la historia. ¿"Sin pasión no se logra nada grande"? Europa permanece en el terreno del cálculo. Todavía no tiene imagen de sí misma. Es decir, no está preparada para afrontar, como un ser mayor, adulto, los peligros y las tempestades.

Régis Debray es filósofo y escritor francés.

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