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La opacidad del pasadoJOSEP M. FRADERA

Josep Maria Fradera

Está concluyendo este año 1998. Me parece lícito preguntarse si lo que sabíamos acerca de la crisis de hace un siglo se ha incrementado y en qué términos. Mi impresión al respecto es bastante escéptica. En esta ocasión, no obstante, me limitaré a desarrollar una cuestión fundamental: qué impacto tuvo el conflicto en Cataluña, para tratar así de puntualizar algunos enfoques sobre el tema. La guerra por retener las colonias de las Antillas y Filipinas provocó una indudable euforia en estratos muy amplios de la sociedad catalana finisecular. Se oyeron voces contrarias al esfuerzo militar, ciertamente, pero siempre estuvieron en minoría y su valor fue testimonial. Eran voces fuera del sistema y bastante heterogéneas: algunos anarquistas, un político de recta trayectoria como Pi i Margall y, finalmente, algunos jóvenes intelectuales de los núcleos catalanistas. El conjunto de las grandes formaciones políticas, la Iglesia y las asociaciones profesionales y económicas secundaron la apuesta gubernamental por la sujeción manu militari de las posesiones ultramarinas. Por supuesto que el coste humano de la guerra y la injusticia de su distribución (la incorporación a filas podía ser redimida con dinero) disminuyeron el entusiasmo popular. Con todo, las razones de una adhesión tan masiva al "hasta el último hombre, hasta la última peseta" deben ser explicadas. Cuando quiera elaborarse la historia de la respuesta popular deberá escarbarse con más profundidad. Deberá recordarse que uno de los pocos factores de patriotismo -español, claro está- compartido se fundamentaba en la proyección colonial. El punto de partida había sido, sin duda, la guerra de África de 1859-1860, la del general Prim, Mariano Fortuny y los batallones de voluntarios catalanes con la barretina, y las canciones de Clavé. El entusiasmo bélico de los grupos dirigentes, del mundo de los intereses industriales, navieros, mercantiles o financieros, debe observarse desde otro ángulo, muy a menudo mal interpretado. A mi parecer, lo fundamental de la guerra que se abre en 1895 es que hizo añicos un proyecto colonial bien definido en la década anterior. Como aquel proyecto se hundió sin remedio, nos parece algo desmesurado y absurdo visto desde el presente. Y sin embargo, existió, y debe ser leído en los términos que lo hacían inteligible a nuestros bisabuelos. Dejémonos transportar hacia las décadas de 1880 y 1890, y situémonos en dos parajes de la Barcelona de la época. El primero, la esquina Rambla / Portaferrissa. Allí habita Claudio López Bru, segundo marqués de Comillas, en el Palau Moja. Enfrente se levanta la sede de la Compañía General de Tabacos de Filipinas y la del Banco Hispano Colonial, dos empresas que, junto con la Trasatlántica, configuran el núcleo duro de poder en el mundo ultramarino español. Bajemos al puerto, allí la fachada marítima ha sido reformada entre 1888 y 1892, primero con la apertura de la Ciutadella con una exposición universal, un acontecimiento pensado por el ubicuo alcalde liberal Rius i Taulet con la colaboración del marqués de Comillas. En segundo lugar, con la erección del monumento a Colón para conmemorar el cuarto centenario del descubrimiento de América. Todo aquel empeño tenía un argumento central: situar a Barcelona como la capital ultramarina de la Monarquía. Se trataba de un proyecto que incluía dos grandes rectificaciones sobre lo que había sido el acontecer del imperio pequeño del ochocientos. Una controvertida modificación de la política arancelaria permitió impulsar el comercio de exportación hacia las tres colonias, es decir, explotarlas más a fondo. Y, segunda característica, el proyecto incluía a la tercera y más remota colonia, Filipinas, el lugar donde Comillas y sus colaboradores habían puesto en pie la mayor empresa española en el exterior, la ya citada Compañía General de Tabacos de Filipinas. Que las exportaciones hacia Cuba (Puerto Rico desapareció en el interior del espacio económico del dólar) y que las importaciones de tabaco filipino se mantuviesen después de 1898, como han señalado los historiadores Jordi Maluquer de Motes y Josep M. Delgado, no resta valor a lo dicho. Para los Comillas, para el Fomento del Trabajo Nacional, para la Liga de Productores, para el personal político de los dos partidos dinásticos en Cataluña, la posibilidad de aquel proyecto expansivo dependía del control del arancel, éste dependía del control político sobre las colonias y éste, finalmente, de la vigencia de la soberanía española. Sobre esto no se engañaban ni podían saber que ciertas grietas en el Tratado de París con Estados Unidos iban a posibilitar salvar algunos muebles del naufragio. Que acudiesen en ayuda de los empréstitos de guerra que solicitaba el Gobierno, que organizasen campañas para insuflar patriotismo a las multitudes, como ha recordado Soledad Bengoechea, nada tiene de sorprendente. Lo sorprendente hubiese sido lo contrario. Más aún, en el mundo posterior al Congreso de Berlín de 1885, cuando las potencias europeas se repartieron el mundo como un pastel. Se ha afirmado con reiteración que la decepción por la derrota militar condujo en Cataluña a reacciones no coincidentes con las españolas. Éste ha sido el mensaje que se ha proyectado desde el mundo oficial durante este año, trátese de la exposición Escolta Espanya, de su catálogo o del libro que acaba de llegar a las librerías titulado La resposta catalana a la crisi i la pèrdua colonial de 1898. Esto es cierto, pero una afirmación correcta puede ser devaluada por completo si recorta el campo de observación. Es indudable que el nacionalismo catalán de masas, el que trasciende por primera vez los cenáculos intelectuales o artísticos tan bien descritos por Joan-Lluís Marfany, nace con la crisis de 1898. Es cierto, igualmente, que esta capacidad de reacción y comprensión está en la base de una actitud psicológica por completo ajena a la dramática introspección de los grupos intelectuales españoles de inspiración castellanista. Pero, una vez establecidos estos hechos, se imponen algunas consideraciones de fondo. La primera y muy obvia, la rectificación de la política catalana que implicó la entrada en escena del movimiento nacionalista significó el fin, en Cataluña y por extensión en toda España, de un sistema político cerrado por el triple juego del fraude, la corrupción y la abstención oficialmente promovida. Es decir, significó el fin de la restauración canovista en su fase madura. Prat de la Riba captó con precisión matemática lo fundamental: con la pertinaz negativa (compartida desde Cataluña) a la autonomía de los cubanos, el Estado había hundido su legitimidad y prestigio, por lo que era el momento de solicitarla para la primera región industrial del país, que se sentía maltratada y mal gobernada. Sin embargo, la crisis del sistema abre la espita de otros mundos soterrados por la represión y la cerrazón del sistema articulado en 1876. Con dificultades y momentos extremadamente críticos, la primera década del siglo asistirá a un proceso de reafirmación de los republicanos y de las organizaciones obreras. Toda la cultura cívica del nacionalismo y su aversión, bien conocida, a determinadas reformas políticas, su fascinación por la representación corporativa y por los modelos medievalizantes, se debe no tan sólo a ciertas lecturas de Prat, sino que responde a una larga experiencia de clase de los grupos rectores catalanes, a su concepción de un mundo ordenado por la disciplina fabril y la deferencia a la jerarquía social implícita en la cultura catalanista de fin de siglo. El propósito del nacionalismo catalán de principios de siglo no era, manifiestamente, la reforma liberal de la sociedad catalana, una especie de lib-lab a la británica. El propósito era ordenar la sociedad conforme a fines que sin duda excluían de partida la revitalización de los marcos institucionales de la vida popular y las posibilidades de una cultura plebeya u obrera más autónoma. No deberían confundirse las servidumbres del juego político de la época o sus efectos indeseados con los objetivos de los actores, de todos ellos, porque 1923 asoma en el fondo del túnel, y es algo que no debe olvidarse. Enric Ucelay-Da Cal ya dibujó un modelo de explicación de la Cataluña del primer cuarto de siglo basado justamente en estas interacciones. Algunas de las simplificaciones que se han podido leer este año podrían haberse evitado, a buen seguro, de haber consultado la estantería adecuada. El escaso contenido anticolonial de la respuesta catalana a la guerra, el esfuerzo denodado de la mayor parte de la clase política del momento contra la cesión de la autonomía a los cubanos, debe ser motivo de reflexión. He apuntado que detrás de aquellas actitudes figuraba un proyecto colonial que enfocaba hacia el siglo XX. Si esto es cierto, comprenderemos que entre el antes y el después existía un hilo conductor indudable. No es ningún misterio de cuál se trata: se encuentra en el último capítulo de La nacionalitat catalana, de Prat de la Riba, en la idea de un nuevo imperialismo ibérico proyectándose sobre pueblos bárbaros. Filipinas había sido la novedad del modelo colonial de los años ochenta, el que se hunde en 1898, pero ha sido el puente por donde se llegó a la colonización efectiva de Guinea y Marruecos, el locus horribilis del "nou imperialisme" de Prat, de la Trasatlántica y de tantos otros compañeros de viaje de tétrico futuro. Autonomía para organizar una sociedad, imperialismo chamberleniano para estrechar lazos con España, es decir con el Estado, colonias para asemejarse a los pueblos avanzados del norte, las tres caras del nuevo Jano que fue el nacionalismo. Todo ello constituía un proyecto coherente, la coherencia del siglo XX, la del viejo mundo europeo que se hunde entre 1945, 1947 y 1956, con Yalta, la descolonización y la crisis de Suez. Pero ya a principios de siglo se trata de un proyecto que compite con otros, con otras visiones y con otras posibilidades.

Josep M. Fradera es profesor de Historia Contemporánea de la UPF.

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