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En español

Ciertamente, así debe llamarse al idioma, "español" y no "castellano". Esta última era la palabra adecuada hace siglos, ya que nuestra lengua aún no había recibido el enriquecimiento de vocablos y expresiones procedentes de todas las regiones del país -Andalucía en la delantera, según los lingüistas- y, luego, de las Américas de nuestra habla. Sin perder identidad, un idioma debe abrirse a novedades y neologismos. Otra cosa son los barbarismos, generalmente serviles, que los adulteran y deterioran. Vaya aquí para los lectores, así por las buenas, este antiguo bombón verbal del español, unas líneas del jesuita Lucas Rangel citadas por Ortega y Gasset en uno de sus prólogos. En la España imperial hay que juntar tropas contra franceses y catalanes, pero no existían aún los uniformes militares y los soldados iban cada uno a su aire en ropas multicolores, "como papagayos, vestidos de poder y de fantasía", dicho sea en palabras de José Hierro. El padre Rangel escribe a su vez, sarcástico y garboso: "Las levas van al paso de España, tardas y para después... Madrid está lleno de botas y capas coloradas; las calles bermejean como eras de pimientos; si galas y plumas matan, no nos quedará que hacer en Francia y Cataluña". No más de cuatro o cinco cartas se conocen de este escritor, uno de los que infundiría a Ortega perdurables respeto y pureza por nuestra lengua. Pero bueno: todo esto viene a cuenta de las amenazas lingüísticas que hoy sufre el español, y no ya por plagado de anglicimos tan impropios como el de llamar esponsorización a patrocinio, sino por motivos políticos de casa misma, que es por donde nos están llegando ahora los cuelos. Hace ya unos años, el término Euskadi coló bastante bien en vez de País Vasco, cuando decíamos (y decimos) Alemania y no Deutschland, Holanda y no Nederland, o Ceuta y no Sebta. Hoy hemos llegado mucho más lejos y resulta tan increíble como políticamente cobarde y penoso que desde medios del poder, no ya se "recomiende", sino solapadamente se ordene, el empleo en español de voces regionales de ciudades y comarcas. Los escritores (y he hablado de ello con muchos que también han escrito preocupadamente sobre este problema) no entendemos esa generalizada obediencia ovejuna a la que no acataremos: ya que no digo ni escribo Padova, London o Firenze, es porque aquí, en español, esas ciudades se llaman Padua, Londres y Florencia, así que no hay que irse por la fuerza a Ourenses, Lleidas, etcétera, cuando tenemos Orense y Lérida. Como era de esperar en este caso, las exigencias crecen, aunque muchos de los propios vascos, incluso nacionalistas, no están de acuerdo con que, si se habla en español, Vitoria, San Sebastián o Bilbao vayan a ser suplidas por Gastáiz, Donosti o Bilbo. Pero, al parecer, bastaría que insistan seis emperrados para que baje de las inciertas alturas otra indicación de cambio. Hasta a sustantivos y adjetivos viene extendiéndose este extraño mal; un diario andaluz hablaba días pasados en sus páginas deportivas, no ya del Espanyol, sino también de un gran gol espanyolista. Ahí queda eso.

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