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Sobre arrugas y otras adherencias

La democracia es la peor forma de Gobierno... si se excluyen todas las demás. Una frase que no por hecha, y hasta el momento, ha podido ser rebatida por la existencia de otros sistemas políticos capaces, a la larga, de hacerle competencia ni en el terreno de la eficacia, ni en el del respeto exigible a una serie de derechos individuales y colectivos inalienables. El estrepitoso hundimiento de los sistemas comunistas, con el descubrimiento para muchos de su terrible mentira social y vaciedad moral, ha sido el último y dramático subrayado de la Historia a la falta de alternativas a la democracia, convertida así, por méritos propios y errores ajenos, en el único sistema político capaz de convertir a los súbditos en ciudadanos. O sea, en el único aceptable. Caben transiciones a la democracia y adaptaciones a las particulares idiosincrasias de cada país. Lo que no cabe es el olvido y la marginación de sus principios básicos: sufragio secreto y universal, respeto a los derechos humanos, igualdad ante la ley y separación de los poderes del Estado.Dicha esa elementalidad, hay razones para preguntarse si la democracia no está abusando de ese carácter único y sin alternativas. Se diría que en todas partes existen tendencias a la fosilización y resistencia a profundizar en las libertades. Por no hablar de desconfianza ante reformas que parecen necesarias, acomodación cuando no entronización de errores, obvios, introducidos por gobernantes anteriores y que terminan haciéndose costumbre, minusvaloración del Parlamento en aras del fortalecimiento de un poder ejecutivo cada día más fuera de control, falta de transparencia en las decisiones gubernamentales, manejo partidario de los medios de comunicación públicos... ¿Para qué seguir? Por doquier se perciben síntomas, por llamarlo de alguna manera, de anquilosamiento y del sometimiento del sistema democrático a intereses particulares, bien del gobierno de turno o de otros poderes, sobre todo económicos, menos explícitos pero de decisiva operatividad. Por ejemplo y sin ir más lejos, ¿alguien puede creer que la insólita y bárbara decisión del tribunal inglés que declaró la inmunidad de Pinochet, y de paso la de todos los criminales que han logrado auparse a una jefatura de Estado no importa por qué procedimientos, no supone un retroceso gigantesco en relación con el sometimiento de los principios democráticos a intereses políticos, económicos y diplomáticos espúreos? Y si eso ha podido pasar en la democracia más antigua del mundo ¿se puede ignorar algunos inequívocos signos de retroceso en países de acrisolada tradición democrática, como Estados Unidos, en relación con la pena de muerte, el amparo social de los marginados o el olvido de la privacidad como un derecho fundamental de la persona? ¿Y qué decir de lo que está pasando en la Unión Europea con el trato a los inmigrantes o con minorías como la gitana? Por si hubiera dudas al respecto, baste recordar que el informe anual de Amnistía Internacional no excluye a muchos países democráticos de graves deficiencias de funcionamiento en un terreno tan delicado como el del respeto a los derechos humanos.

Se ha hablado mucho del asalto que en las sociedades opulentas está recibiendo el Estado de bienestar. Se habla mucho menos, sin embargo, de la relajación, lenta pero perceptible, en la aplicación de principios teóricamente intocables en el Estado de derecho. ¿Qué está pasando por ejemplo con la separación de poderes? A los políticos se les llena la boca hablando de la independencia de la justicia. ¿Independencia respecto a quién? No desde luego respecto a los medios de comunicación, ni mucho menos respecto al Ejecutivo que tiene con su política de nombramientos, o de subida de salarios, o de maniobras más o menos encubiertas para cubrir determinadas plazas en los tribunales, un modo a veces ni siquiera indirecto de influir en los procesos con especial resonancia política. ¿Alguien cree de verdad en nuestro país, al menos mientras dure el sistema de cuotas, y parece que va para largo, en la despolitización del Tribunal Constitucional o del Consejo General del Poder Judicial?

Frente a otras democracias, la nuestra es todavía joven. De hecho, la Constitución cumple ahora veinte años. Pero polémicas aparte sobre si ésta ha de ser reformada o no, podría decirse que en el funcionamiento democrático cotidiano, pueden observarse arrugas y síntomas de prematuro envejecimiento. Ya ni siquiera hay "desencanto". El conformismo campea por todos los ámbitos políticos y comienza a cundir la creencia de que el inmovilismo cuando no el retroceso son condiciones inherentes al sistema. De entrada, cualquier reforma política para profundizar en las libertades ha sido postergada y por lo que parece ad calendas graecas. Desde la reforma de la ley electoral a la del reglamento del Congreso, desde la eliminación del sistema de cuotas en las altas instituciones del Estado a un nuevo estatuto de la RTVE que marque las reglas de juego de los medios de comunicación públicos, desde una ley de partidos políticos que les obligue a la democratización interna a la promoción y estímulo de los movimientos cívicos para incentivar la participación ciudadana, muchas cosas están por hacer. Es más que dudoso, sin embargo, que exista voluntad política de hacerlas.

Mientras, otras no precisamente ejemplares, van poco a poco cobrando carta de naturaleza. Y ya ni siquiera escandalizan. El clientelismo y el pago de favores electorales desde la Administración, por ejemplo. La ocupación de todo espacio de poder por los socialistas fue, con toda razón, objeto de acerbas críticas. Ahora si siquiera despierta interés: se acepta como algo inevitable e inherente al triunfo electoral. Todos los partidos que han ganado unas elecciones y, como consecuencia, accedido al Gobierno, central o autonómico, han remodelado la Administración y sus aledaños, que son muchos y muy sustanciosos, con arreglo a sus particulares intereses clientelistas. No hay excepciones: PP, PSOE, CiU y PNV han actuado y actúan sobre sus territorios como terrenos conquistados y cotos cerrados no ya para la oposición, lo que sería en cierta medida lógico, sino para todos aquellos que discrepen o sean ajenos a sus círculos de influencia. En este sentido, da igual que los triunfos electorales lo sean por mayoría absoluta o relativa: quien gana, aunque sea por poco, manda y no hay "derrota dulce" que amaine la muy peligrosa tendencia que está convirtiendo al Estado, las autonomías también lo son, en prácticamente un botín de conquista. A lo que hay que añadir que todos los Gobiernos, el ejemplo de Fraga en Galicia y la tendencia al decreto ley de José María Aznar son especialmente significativos, procuran no ya esquivar al Parlamento, sino lisa y llanamente obviar o escamotear decisiones y debates que deberían serle propios. Por no hablar, al menos en el Congreso de los Diputados, del inútil cajón de sastre en que se han convertido las sesiones parlamentarias semanales de supuesto control al Ejecutivo, más bien muro de las lamentaciones de la oposición que tribuna de respuestas del Gobierno.

Si así están las cosas, y sobre todo por ahí van, por dentro y por fuera, ¿no debería la democracia dejar de vegetar y en lugar de autoafirmarse como sistema único e inmutable plantearse seriamente reformas vigorizadoras? Las elecciones son una condición necesaria pero no suficiente para ventilar malas adherencias y abusos que, también en los sistemas democráticos, lleva consigo el ejercicio del poder. Precisamente por su carácter único, el dilema para la democracia, o sea, para sus ciudadanos, es elegir entre la reforma o la inexorable decadencia. No existe otra alternativa.

Pedro Altares es periodista.

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