En nuestra propia carne
Es seguro que estos días, en los que hemos asistido impotentes a la exhibición televisiva de los efectos del huracán sobre Centroamérica, muchos valencianos habrán sentido algo más que compasión por las víctimas. Para ellos, para ellas, el desbordamiento de los ríos y el súbito estallido de los lagos -no importa que se trate del cono de deyección de un volcán o de un pantano artificial- son fenómenos que padecieron en su propia carne y que conocen bien. Por eso, han tenido compasión, un pathos compartido con los que sufren, pero también comprensión, la aprehensión intelectual de lo que una tragedia como esta significa. ¿Cómo podrían entender los demás, los que no viven a orillas del Mediterráneo, el significado de una inundación de tipo monzónico? No es lo mismo saber que murieron muchas personas que haberlas conocido y amado, no es lo mismo leer que a las pocas horas hubo actos de pillaje que haber estado días y días vigilando los enseres de la casa cercada por el lodo, no es lo mismo enterarse de que otros lo perdieron todo que enfrentarse a la propia ruina. Estos valencianos, que se han volcado en ayudar económicamente a las víctimas del Mitch, intuyen que, cuando se apaguen las luces del espectáculo audiovisual, cuando una nueva tragedia o un nuevo cotilleo desplacen la atención a cualquier otro rincón del mundo, todavía pasarán muchos años hasta que las heridas queden restañadas, que ninguna indemnización les hará indemnes y que allí, como aquí, los que más sufrirán serán, como de costumbre, los débiles y los pobres. Por eso es muy probable que los ciudadanos valencianos pasen de la comprensión a la reflexión y se pregunten por las causas de tanta desdicha. Mientras la televisión nos muestra, con su habitual impudicia, escenas de cuerpos mutilados y se obstina en acercar el micrófono a personas enloquecidas que buscan a sus allegados, los espectadores de la Comunidad Valenciana ya se han dado cuenta de algo que los locutores no dicen o sólo comentan de pasada: que en las zonas residenciales de Tegucigalpa o de Managua no ha pasado casi nada, que los afectados por el desastre son personas que vivían donde les dejaron instalarse sin tener que pagar contribución urbana, en las faldas del Casitas, en el cauce de los ríos, en chabolas improvisadas con tejados de uralita y carentes de infraestructuras viarias. Como en la ciudad de Valencia, un 12 de octubre que ya casi nadie recuerda, como en la ribera del Júcar, otro otoño que ya empezamos a olvidar, como en las cuencas del Segura y del Vinalopó, tan periféricas que tan apenas nos llegamos a enterar pese a haber sucedido como quien dice ayer. Si se hacen esta reflexión, es muy posible que un escalofrío les recorra la espalda. Porque ya nos va tocando. Llevamos varios otoños bonacibles, mejor dicho, increíbles. Este último ni siquiera parece real, es una calma tensa -25 grados a mediados de noviembre-, de esas que siempre preceden a la tempestad. Pero la riuà, más pronto o más tarde, llegará. Y cuando llegue, todo seguirá como antes: la vía férrea y las autopistas -ahora más anchas y más numerosas- seguirán obturando el desagüe natural de las montañas, las zonas inundables continuarán sin limpiar y llenas de viviendas humildes, sus habitantes, por supuesto, no estarán asegurados, pues bastante tienen con sobrevivir. ¿Se ha previsto la contingencia? ¿Se han elaborado planes de evacuación? ¿Existe coordinación entre los organismos que habrán de acudir en socorro de los damnificados? No hubo nada de esto en el desastre de Doñana ni en el del Solsonès ni en el del puerto de Valencia, así que más vale irse poniendo la venda antes de la herida. Hoy nos llega la noticia de que la cumbre de Buenos Aires sobre el cambio climático fracasó en su empeño de obligar a los países ricos a que dejen de destruir el planeta Tierra, pero ha acordado mejorar los sistemas de alarma y control en todo el mundo y transferir sus resultados a los países menos favorecidos de manera inmediata. Siempre es un consuelo. Luego no se podrá decir que nos dejaron desamparados.
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