_
_
_
_
_

Tren al oriente andaluz

J. M. CABALLERO BONALD Desde Madrid, el viaje en tren a Granada, Jaén o Almería sigue pareciéndose mucho a un espejo retrovisor por el que se atisban dilatadas paciencias, largas incomodidades. Como yo sólo soy usuario de aviones para desplazamientos al extranjero -que ya ni eso-, siempre me muevo por la Península en coche o en el muy seductor y novelero ferrocarril. Es lo que he hecho el otro día para ir a Granada, valiéndome de un talgo escasamente pendular que, después de cubrir a duras penas el trayecto desde Madrid, aún continuaba su meritoria ruta hasta Almería. La duración de ese viaje daba para una prolongada meditación, incluso para una meditación de tipo trascendental. No entiendo nada de economía política o de eso que llaman prioridades los administradores de oficio, pero me parece altamente inmoderado el desnivel de las comunicaciones por ferrocarril entre el occidente y el oriente andaluz. Como bien se sabe, el AVE, o las vías del AVE que enlazan Madrid con Córdoba y Sevilla, han beneficiado también de manera estimable los desplazamientos a Cádiz, Huelva y Málaga. Lo cual también acentúa comparativamente las deficiencias ferroviarias a que me refiero. El caso es que tardé seis horas largas en llegar desde Madrid a Granada, es decir, en recorrer más o menos la misma distancia que a Córdoba, esos 400 kilómetros que cubre puntualmente el AVE en una hora y 40 minutos. La diferencia del tiempo empleado vendría a ser la misma, puestos a hacer cálculos gratuitos, que la que podría aplicarse a un vencejo y una mula. Pero tampoco hay que exagerar. El mundo está lleno de víctimas de la velocidad inútil y de esclavizados por las potencias atronadoras de la mecánica. Confieso que el tren es el medio de transporte donde -paradójicamente- mejor aprovecho la inactividad. El avión, entre una cosa y otra, me perturba el sentido común hasta el punto de no saber si lo que miro es un paisaje real o estoy volando por un sueño donde hay un paisaje similar al que miro, de modo que me sobresalto mucho. En el automóvil toda ocupación permanece asociada al volante o a la vigilancia de la carretera, con lo que tampoco quedan otros quehaceres viables. Lo único que se puede buenamente hacer es ir calculando el camino que falta para llegar, que es vicio muy extendido. En el tren se puede solventar de modo bastante encomiable el empleo del tiempo. Pero también en eso hay escalas de valores. Una cosa es ejercer alguna actividad de supuesto provecho mientras se corre en tren de Madrid a Sevilla, bien provisto de copa y tablero plegable, y otra si se anda de Madrid a Granada, sometido a un traqueteo antiguo y demoledor. También es distinto en uno y otro caso el color del cristal a través del que se observa el mundo. Es muy posible, sin embargo, que toda esa ferroviaria desigualdad obedezca a las leyes periódicas del bien común, que suele favorecer en última instancia a unos pocos. Así que no sé a quién culpar de ese desapacible tren a Granada que continúa tercamente estacionado en mi memoria.

Lo que más afecta es lo que sucede más cerca. Para no perderte nada, suscríbete.
Suscríbete

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_