Magia
DÍAS EXTRAÑOSRAMÓN DE ESPAÑA Puede que David Copperfield vista de manera discutible, tenga cara de muñeco de ventrílocuo y lo suyo con Claudia Schiffer sea un montaje, pero no cuenten conmigo para elaborar sarcasmos a costa de este caballero. Puede que hace unos meses me hubiera permitido unas bromas a sus expensas. Es más, en cuanto vi el anuncio de sus ahora inminentes actuaciones en Barcelona encontré rápida respuesta a las promesas del mago ("13 personas del público desaparecerán, 2 levitarán, 1.000 sentirán la magia en sus propias manos"): 1. Puedo darle una lista de 13 personas despreciables cuya desaparición alegraría enormemente a las personas decentes de esta ciudad. 2. Barcelona está llena de gente que levita sin su ayuda. 3. ¿Quiere eso decir que habrá mil afortunados que podrán tocarle el culo a la dulce Claudia? Ya ven, me creía muy gracioso. Pero eso era antes de que me tirara varias semanas enganchado a Antena 3 viendo los programas que esta cadena consagró al señor Copperfield. Antes de eso yo creía que la magia era un espectáculo como aquel al que acudían Tintín y el Capitán Haddock al comienzo de Las siete bolas de cristal; es decir, un simpático engañabobos, algo cutre además, en el que compartían escenario un tragasables, un faquir y el inevitable mangante con la chistera llena de conejos. Yo, amigos, no estaba preparado para el delirio high tech en el que consisten los espectáculos del gran David, a quien ya no dudo en incluir entre los pocos ídolos respetables del mundo moderno. Como Pablo en el camino de Damasco, me he caído del caballo de mi incredulidad y me trago todo lo que me cuente el señor Copperfield. ¿Por qué? Porque me divierte y me aliena. La transformación, todo hay que decirlo, fue gradual. De hecho, pillé el primer programa de Antena 3 por casualidad, cambiando de canal una tarde de sábado en la que no había encontrado nada decente en el videoclub. Evidentemente, lo primero que hice fue encajar en mi comisura una sonrisa de superioridad. ¿A mí me iba a engañar ese timador? ¡Ni hablar!... Un cuarto de hora después ya no había quien me desenganchara de la pantalla. A lo largo de varias semanas he podido ver a David Copperfield partido por la mitad, siguiendo el curso de mis pensamientos y volando por los aires. Sé que tiene que haber un truco para todas esas habilidades, pero me niego a emprender investigaciones al respecto: como dice el agente Mulder, quiero creer. En ese sentido, los programas que dedicó, una vez más, Antena 3 a desvelar los trucos de los magos no son únicamente una canallada similar a la de esos adolescentes que les explican a sus hermanitos quiénes son los Reyes Magos, sino que, además, carecen de la menor eficacia para quienes hemos decidido creer. ¿Para qué averiguar cómo se hace el truco de partir a alguien por la mitad cuando es mucho más divertido ver al señor Copperfield en dos trozos? Gracias, pero estoy demasiado ocupado viendo volar a David Copperfield como para perder el tiempo intentando entender cómo lo consigue. En un mundo de mentirosos patológicos (políticos, banqueros, curas, periodistas...), un buen mago destaca porque no engaña a nadie. Simplemente, se las apaña para que veas lo que él quiere que veas y lo pases bien un buen rato. Si eres tan mezquino como para ponerte a fisgonear en sus secretillos, allá tú. Lo mismo hacen los políticos, de acuerdo, pero tu lapso de diversión dura lo que tardas en echar la papeleta a la urna y luego vienen cuatro años de atroz resaca. La magia no consiste en sacar de paseo al niño interior (¡que le den por el saco al niño interior!), sino en aquello que hace grande, entre otras cosas, a la literatura: la suspensión de la inverosimilitud. Ahí queda eso.
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