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No lo nombres nunca

El fiscal de Cádiz Antonio Moya se siente injuriado por el periodista Juan José Téllez, que lo llamó perro de presa. Dostoievskianamente humillado y ofendido, el fiscal pide dos millones para donarlos a un asilo de Algeciras. Otro fiscal, el fiscal del juicio por injurias, pide para el periodista una pena de quince días-multa, a razón de 10.000 pesetas por día. Según el Código Penal dos días-multa valen, si el condenado no paga, un día de cárcel o una jornada de trabajo en beneficio de la comunidad. Los días-multa son una extraña moneda. Pero no entiendo por qué este fiscal se siente injuriado al oírse llamar perro de presa. Tampoco he entendido nunca la antipatía que despiertan los fiscales, representantes del interés común y la ley. Los fiscales tienen la reputación de un picador de toros: el gentío amante de la sangre taurina desprecia al picador, aunque el picador cumple un papel fundamental en la fulminación sádico-artística del toro. El abogado defensor parece paradójicamente más popular que el fiscal, a pesar de que el abogado defensor defiende los intereses de un particular que quizá sea un delincuente y el fiscal defiende al pueblo. El fiscal es el funcionario que representa en los juicios el bien común frente a la maldad individual, el interés de todos frente al egoísmo encarnado en el defensor. ¿Injurio si digo que el fiscal debe ser el perro de presa que persigue el delito? El perro es animal inteligente y muy leal, de olfato muy fino. Al hombre tenaz, firme y constante, se le llama perro, según el diccionario de la Academia. Según el mismo diccionario, el perro de presa une a las virtudes de todo perro la fuerza y el valor extraordinario en la defensa de las propiedades, en la caza peligrosa y en la lucha contra las fieras. ¿No es el perro de presa la imagen idónea para el fiscal íntegro que defiende frente al crimen los intereses de la comunidad? ¿Por qué se siente injuriado el fiscal de Cádiz? Persiguió celosamente, en lo que creía interés común, a un sindicalista que estuvo en una algarada en el puerto de Algeciras, revolucionado por un conflicto de pesca con Marruecos, hace tres años. Si digo que el fiscal se portó como un perro de presa, ¿lo elogio o lesiono su dignidad? ¿Menoscabo su fama? ¿Atento contra su propia estimación? Quizá sea esto: que atento contra la estimación que el fiscal se tiene a sí mismo. Porque son intangibles, delicadísimas, inexplicables, las cosas que empañan la estimación que nos tenemos a nosotros mismos, y provocan incontrolables ataques de indignación. Sentar en un acto público al secretario del subsecretario del viceconsejero en un sillón poco vistoso (la comodidad es menos importante) ha costado a lo largo de los siglos guerras y defenestraciones. En mi colegio era capellán un honorable sacerdote, alto personaje de la curia catedralicia granadina, con derecho a botonadura púrpura y calcetines que, cuando se levantaba la sotana, dejaban ver unos rojos tobillos de perdiz. Este capellán se sentía ofendido y humillado hasta la violencia iracunda si alguien pronunciaba su apellido: su apellido era el peor insulto que podían sufrir sus oídos. Nombrarlo era injuriarlo.

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