La maldición de los pobres
Sucede tan a menudo que corremos el riesgo de acostumbrarnos. La tragedia con mayúsculas, aquella que siembra de muerte y desesperanza a quienes están habituados a vivir con los dientes apretados, recorre a diario la tierra que habitamos, cebándose siempre en los más débiles. No hay día en que nuestro despertar no se vea acompañado de noticias o imágenes del sufrimiento masivo, de aquél que afecta de golpe a miles y miles de personas en uno u otro lugar. A veces son las amargas riadas de refugiados huyendo de la muerte en Kosovo, en Zaire, en Afganistán, obligados a olvidar su pasado y el de los suyos, y sin futuro al que mirar. En ocasiones son las imágenes del hambre -ese horror que Pablo Neruda describió como un incendio frío que quema y no tiene fuego-, provocada casi siempre por la pobreza y no por la falta de alimentos, como acertó a explicar el recién galardonado con el Nobel de Economía Amartya Sen. De vez en cuando, son las estadísticas del sida en Africa, donde no sólo no se puede controlar la enfermedad sino que ésta se multiplica y expande sin freno. En otros casos, en fin, es la naturaleza, a la que tentamos de continuo desequilibrando su complejo funcionamiento, la que saca a relucir su cara más hostil sembrando el horror con su embestida. Esta vez ha sido Centroamérica, esa parte casi olvidada del continente americano, la que ha sufrido el zarpazo de la muerte. Gentes cansadas de vivir sufriendo, azotadas por la guerra y por la paz -las muertes violentas del último año en El Salvador superaron las de algunos años del conflicto-, gentes resignadas a existir sin esperanza, son las que en esta ocasión han visto perder en poco más de dos días su hogar, sus medios de subsistencia, sus escasas pertenencias, sus familiares y amigos, su vida. Una vida rota por algo más que un capricho de la naturaleza. Una vida truncada por la indefensión de los débiles ante la fuerza brutal del viento y de la lluvia. Los vientos asesinos no logran cobrar el mismo tributo cuando recorren el sur de Estados Unidos. Causan desolación y muerte, pero no consiguen truncar la existencia colectiva, una existencia asentada en la solidez de unas infraestructuras físicas, un tejido económico, unas redes de prevención, y una organización social y financiera capaces de paliar el desastre y, sobre todo, de encarar el futuro. ¡Qué cerca y qué lejos quedan también las imágenes de miles de personas fuertemente equipadas, con todo tipo de medios técnicos, luchando organizadamente para evitar que las aguas acabaran por sumergir parte de Alemania, Polonia y Chequia hace tan sólo unos meses, logrando minimizar los efectos de una catástrofe que, con todo, se cobró muchas vidas humanas! La naturaleza puede ser caprichosa, si entendemos por capricho su imprevisibilidad. Puede ser brutal, como el maldito huracán Mitch, pero no consigue normalmente cebarse en quienes cuentan con medios suficientes para defenderse, ni siquiera en Centroamérica, en donde, como siempre, son los parias quienes han resultado aplastados por el lodo o llevados por las aguas. En momentos como éstos uno siente vergüenza de formar parte de una civilización incapaz de defender la existencia de sus semejantes. Capaz de conmocionarse con la muerte de una princesa a 200 kilómetros por hora e insensible a la hora de poner los medios para que cientos de millones puedan tener un mínimo de oportunidades en la vida. Con todo, lo peor para los centramericanos está por llegar. Enterrados los muertos, mirar hacia el futuro puede ser más doloroso si cabe. Sin medios para afrontarlo, ni sitio para la esperanza. Sabiendo que la marginación y el olvido asoman ya otra vez a la vuelta de la esquina, en cuanto se apaguen las cámaras. Una bomba atómica ha caído sobre América Central. Lloremos por las víctimas, pero atrevámonos a mirar de frente a los que han quedado.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.