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Ley, justicia, juez (respuesta a un juez)

En su conocida monografía escribe Simon que la independencia del juez consiste en su vinculación por la ley. La independencia del juez radica en que cada tribunal no está obligado a seguir otros criterios que los propios en el ejercicio de la potestad jurisdiccional y que, en consecuencia, en ese ejercicio no está obligado a seguir instrucciones del legislador, del Gobierno o de cualesquiera administraciones públicas, ni siquiera de otros órganos jurisdiccionales. De ello se sigue necesariamente que para que una crítica a actuación judicial tenga la posibilidad de afectar a la independencia judicial debe venir referida a una que suponga ejercicio de jurisdicción (no afecta a la instrucción, por ejemplo) y debe ser previa o coetánea a ese ejercicio. Si la crítica viene referida a actuación jurisdiccional ya efectuada no hay afectación posible, la independencia resulta incólume, por eso no tiene sentido criticar mi crítica a la sentencia del caso de El Palmar por atentatoria a la independencia. Esa crítica tendría sentido si se refiriera a manifestaciones públicas sobre el proceso mientras éste está abierto; tras la sentencia carece sencillamente de objeto. Ciertamente podrá afectar a lo que podríamos denominar la mentalidad profesional de los profesionales, lo que algún crítico ha llamado la "ideología judicial", pero éste en modo alguno puede reclamar la protección del principio de independencia. Viene esto a cuento porque no son escasos los jueces profesionales que piensan que su función en el Estado de Derecho es administrar justicia, y, naturalmente, si eso fuere así toda crítica a sentencia, acto judicial que determina el justo concreto, sería eo ipso una crítica a la función judicial y por ende sospechosa de menoscabo de la independencia. Lo malo es que esa percepción, por muy extendida que esté entre los profesionales del Derecho, es falsa: los jueces cuando juzgan no administran nada, ejercen la función propia de un poder del Estado, ejercen potestad jurisdiccional, y en la medida en que administran algo, lo que administran no es justicia, es legalidad. El juez no está vinculado por la justicia (bien se entienda ésta como un bien, un valor, un principio o una virtud) está vinculado por el ordenamiento jurídico, esto es por el derecho legislado y por los principios que organizan el sistema de normas, en consecuencia el ejercicio de potestad jurisdiccional no consiste en usar del razonamiento jurídico para determinar qué sea justo en el caso, sino más bien cuál es la solución legal al caso, que es la ley en el caso. El parámetro para evaluar el ejercicio de esa potestad viene, en consecuencia, dado no por la justicia sino por la ley. Si el juez puede optar entre varias soluciones legales y algunas de ellas pueden estimarse justas y otras no, debe preferir las primeras, claro que sí, pues de ese modo la función pacificadora del Derecho se satisface mejor, pero para que esa posibilidad se dé debe haber varias opciones y éstas deben ser legales; si las soluciones legales no consienten la realización de la justicia material el juez no puede preferir legítimamente la última a las primeras. De lo contrario muy poco cumplimiento tendría la Ley de Arrendamientos Urbanos o muy poca virtualidad restaría a los ejecutivos. Y esa actuación indebida se daba, a mi juicio, en la sentencia del caso El Palmar de que hablaba el otro día. La conversión en reglas de Derecho, en Derecho legislado para seguir con la expresión, de las exigencias de justicia material es justamente la misión del legislador. Esa es una tarea libre, no vinculada, en la que el autor de la norma se mueve según sus convicciones, sus sentimientos o sus intereses, en la que el autor de la ley debe escoger una representación del orden social deseable y plasmarla en reglas de Derecho. Precisamente por ello entendemos que el legislador debe ser de algún modo representante y debe estar sujeto a una responsabilidad que no puede ser sino política. Cosas ambas incompatibles con la independencia que, a justo título, reclamamos para el juez. Y aún con el concepto mismo de juez. Claro está que un sistema legal como el nuestro, que se basa en la primacía del Derecho puesto por el legislador, el juez debe ser un perito en Derecho; aquí estamos en las antípodas de Montesquieu, la razón resulta obvia, y precisamente por ello un tipo de crítica particularmente pertinente en un escenario así es la que gira en torno a la impericia en el manejo del Derecho legislado, el juez que yerra en la selección de las normas a aplicar o, como en el caso de referencia, yerra el objeto del pleito y el procedimiento. Al juez le es exigible conocimiento detallado, preciso y actualizado del ordenamiento que le vincula y tiene que aplicar y debe contar con el equipamiento y la formación correspondientes. De todo el ordenamiento diría yo, porque la verdad es que la formación constitucional de nuestros jueces profesionales, curiosamente además de los más jóvenes, deja bastante que desear. Por lo demás, el juez profesional, precisamente porque está o debe estar bien equipado para interpretar y aplicar el ordenamiento de modo imparcial, está singularmente mal equipado para operar fuera de ese ámbito. Por eso la confusa percepción de que los denominados jueces estrella no son un modelo deseable, un ejemplo a imitar, es sustancialmente correcta. Las propiedades que debemos exigir de un juez para que sea un buen juez no son precisamente aquellas que adornan al vengador justiciero, que con frecuencia reclama dosis intensivas de una ética de la responsabilidad.

Manuel Martínez Sospedra es catedrático de Derecho Constitucional de la Universidad de Valencia.

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