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Odisea espacial

En Cabo Cañaveral han puesto a un madrileño en órbita, un madrileño del Atleti y sobrino de un guardia civil que le ha regalado un mechero con forma de tricornio para que la Benemérita, aunque sólo sea en efigie, esté representada en el Espacio, con mayúsculas, donde tal vez en un futuro muy lejano el Cuerpo, también con mayúsculas, sea requerido para regular el tráfico galáctico, quizás en astronaves con forma de tricornio y brillo de charol.La astronáutica, valga la redundancia, vuelve a ser una profesión con futuro, después de un largo bache en el que ni siquiera las catástrofes más explosivas lograban despertar el interés de la audiencia. Siempre he sospechado que, bajo las coartadas de la experimentación científica, el progreso tecnológico y la defensa del planeta ante un hipotético ataque alienígena, la carrera espacial siempre ha sido cuestión de márketing político, una aggresiva y costosa campaña de imagen que necesitaba del interés de los telespectadores y de los lectores de diarios para desarrollarse.

La contratación de un veterano astronauta como estrella invitada para esta misión indica que la NASA ha aprendido de Hollywood. El retorno del Jedi, John Glenn, a esta guerra comercial de las galaxias ha incrementado la cuota de audiencia y alimentado las esperanzas de que en un futuro próximo podamos viajar a Marte con el Imserso. Pedro Duque no es aún Luke Skywalker en el reparto de esta superproducción, pero es suficientemente fotogénico como para aspirar a mejores papeles en futuras excursiones.

Duque, por el momento, debe conformarse con ser el madrileño que más cerca ha estado de cumplir el viejo sueño castizo de pasar de Madrid al Cielo, y de tener allí un agujerito para verlo. Es posible que el ejemplo de Duque incite a muchos jóvenes del foro a estudiar astronáutica. Hace unos años, desde estas páginas, Juan José Millás demostraba estadísticamente que era más fácil convertirse en astronauta de la NASA que acceder a una plaza de telefonista en la Comunidad de Madrid. Su argumento era que Pedro Duque había sido seleccionado entre cien aspirantes, mientras que en las oposiciones madrileñas concurrían algo así como doscientos mil candidatos para cubrir poco más de una veintena de puestos.

En más de una novela de ciencia-ficción se plantea la hipótesis de colonizar otros planetas, satélites y asteroides, con los excedentes humanos de una tierra superpoblada. La historia suele empezar con sórdidas colonias penitenciarias donde los desterrados, en la más prístina acepción del término, se enfrentan a unas durísimas condiciones de vida y a la amenaza de los pobladores nativos del planeta, que no ven con buenos ojos, y eso que a veces tienen seis o más, cómo invaden sus propiedades esos extraños seres que caminan sólo sobre dos patas y ni siquiera tienen escamas, ni antenas, ni tentáculos.

Una vez acalladas las protestas, mediante una radical operación de limpieza étnica, los terrícolas construirán inmediatamente un centro de ocio y turismo con su espacio-puerto y su hipermercado, donde se venderán falsificaciones de la artesanía alienígena. Por supuesto, los nativos supervivientes quedarán confinados en sus reservas y se ganarán el sustento interpretando danzas guerreras ante los turistas, o tratando de venderles auténticas piezas artesanas que nadie les comprará porque sospecharán que son burdas falsificaciones, pues ya se sabe lo tramposos que son los nativos corrompidos por el turismo de masas.

La moraleja, los escritores de ciencia-ficción suelen ser muy moralistas, es que el terrícola, vaya a donde vaya, no consigue desprenderse de sus peores hábitos y sigue haciendo las cosas igual de mal. Creo que Homero ya dijo hace mucho tiempo algo parecido, pero se ve que la humanidad, por mucha astronáutica e informática que le echen, no cambia en lo esencial. Aunque parezca una traición a la raza humana, hay días en los que cualquier madrileño se mostraría dispuesto a colaborar con una invasión extraterrestre, con seres de una civilización superior a la nuestra capaces de solucionar los problemas de la urbe antes de que desaparezca en un inmenso socavón, minada por voraces máquinas que parecen insectos alienígenas.

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