Todos los santos
La reciente celebración de las dos décadas de pontificado de Juan Pablo II ha dado pie a un reguero de comentarios que, en mi opinión, han venido a despistar, aún más si cabe, el signo de este papado. Por nimiedades, como la sustitución de la silla gestatoria por el papamóvil y los ósculos depositados sobre el pavimento de casi todos los aeropuertos de la cristiandad, los exégetas del pontífice han coincidido en subrayar la modernidad y el afán por aproximarse a los fieles de quien ha sido hábil para que pareciera eso, cuando estaba haciendo exactamente lo contrario: anclarse en la tradición más dura, amparándose en los entresijos del Concilio Vaticano II, y procurarse una clientela menos exigente. Por poner una evidencia, no fue Roma la que se acercó a Cuba, sino Fidel quien no tuvo más remedio que acercase a Roma y hacerle una ligera genuflexión; la derogación del embargo bien se merecería media docena de misas. Roma es mucha Roma para que nadie la centrifugue, y si no que se lo pregunten a los teólogos de la Liberación. Hasta se ha llegado a oír que Wojtyla, que mantiene inmóvil en su puesto a un personaje como Ratzinger, era un Papa de izquierdas, cuando es la izquierda el enemigo a dinamitar a la chita callando mientras en voz alta se le hacen etéreos reproches al delirio consumista. Como si no tuviera el Vaticano cercado por tenderetes de todo tipo, en mayor número, seguro, que los que pudiera haber en el Templo de Jerusalén y que tanta furia despertaron en Jesucrito. Y es que el cristianismo de los Evangelios es el pulpo aparcado en las cavas del Vaticano, desde, siglo más o menos, unos 1.500 años. En los últimos estertores del comunismo constitucional, es aquel precomunismo devoto y espontáneo, a la manera del cristianismo original, el cáncer a extirpar por el Papa polaco. Los indigentes de América, y de África, y de Europa, que queden deslumbrados por las multicolores misas de campaña, aceptarán con resignación su miseria y dejarán de buscarle las pulgas al perro de la justicia social. El espectáculo y la propaganda, como bien saben quienes han hecho de la religión su oficio, recompensa con creces los esfuerzos y el dinero invertidos. Que sea la una tontorrona y el otro, chabacano, a nadie le escandaliza en este final de milenio, donde la cantidad prima, y mucho, sobre la calidad. ¿A qué si no esa manía obsesiva por beatificar? La función social de los santos -que no puede ser otra que la de proponer ejemplos de piedad para los fieles que les deben culto por prescripción- es ya confusa de por sí. Para una comunidad constituida en su mayor parte por familias, son escasos los que en algún momento estuvieron casados; la práctica totalidad fueron célibes. Por su parte, la piedad femenina, que es mayoritaria, dispone de menos ejemplos que la masculina; apenas un 20% de mujeres, frente al 80 restante de hombres, ha subido a los altares. Pero esa función social es aún más misteriosa en el caso de los beatos, una especie de subalternos que se quedaron con un simple sobresaliente mientras los demás alcanzaban el cum laude. Karol Wojtyla, con un criterio de selección que deja bien a las claras que obedece más a impulsos políticos que a los simplemente espirituales, ha decidido sembrar de beatos hasta el último rincón de la viña del Señor. Aquí mismo, hemos sido agraciados con unos cuantos, todos ellos, eso sí, víctimas de las hordas rojas durante nuestra guerra civil. Todos ellos, mártires de una facción que en muchos casos acabaría martirizada por la que integraron sus víctimas. Que el cardenal Stepinac hubiera sido cómplice de los nazis y escurriera el bulto, como mínimo, ante las matanzas de judíos, serbios y gitanos, no fue óbice para que se lo beatificara por haber sufrido persecución por parte de Tito. A tal punto han llegado las facilidades dadas por Roma para las beatificaciones, que debe ser raro el obispado que en estos mismos momentos no haya propuesto su larga lista de beatificables. Y alguno de ellos resulta tan curioso como espectacular: el de Barcelona ha solicitado la de Gaudí, es de suponer que, más que por su genialidad, aunque sea ese el anzuelo, por su religiosidad. Tan de comunión diaria y con tanta inclinación al misticismo como él, los debe haber a centenares, pero a Gaudí lo atropelló un tranvía. Si llegara a demostrar que el conductor era comunista, o anarquista en su defecto, lo que tampoco sería de extrañar, habría que ir pensando en añadir una capilla a la Sagrada Familia, la dedicada a su arquitecto, precisamente.
Enric Benavent es escritor.
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