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Misterios de la legislaciónROSA REGÀS

Si no fuera porque estos últimos días nos hemos entregado en cuerpo y alma a regocijarnos por la detención del dictador Pinochet, o en discutir cosas tan obvias como si tiene o no tiene inmunidad parlamentaria un sujeto que se ha investido a sí mismo senador vitalicio del país donde ha delinquido, o a aportar fundamentos históricos y jurídicos sobre la viabilidad de que sea un país extranjero el que juzgue a un asesino, si no fuera por todo esto, repito, estaríamos todavía hablando del violador del Eixample y de las contradicciones en las que han incurrido la prensa y el público, movidos unos por el afán de multiplicar la noticia y el morbo, y acuciados los otros por el miedo a que se repitan aquellos actos delictivos. Personas civilizadas que están contra la pena de muerte, que creen sinceramente que la cárcel, de no ser un lugar de reinserción social de los delincuentes, no tiene razón de ser, que están convencidos de que los derechos humanos hay que aplicarlos por igual a santos y a pecadores, a ricos y a pobres, a nacionales y a extranjeros, cuando han visto en la calle a un violador con la condena cumplida, nos han sorprendido con unos juicios dignos del más intransigente fascista. Ha habido también quien ha defendido que se ampliara la condena, aduciendo en su favor el clamor popular que se ha levantado, como si a este clamor le asistiera el derecho a prescindir de las decisiones de la judicatura, al tiempo que, escudándose en que vivimos en una sociedad donde todo se compra y se vende, defendían la exhibición del violador en televisión a cambio de una sustanciosa cantidad de dinero, que no haría sino rentabilizar el morbo que provocan estas cuestiones. En todo este asunto no se ha tenido en cuenta, creo yo, a qué oscuros impulsos obedece un sujeto cuando se dedica sistemáticamente a violar a la primera mujer que se le pone por delante. No soy quien para diagnosticarle desarreglos psíquicos si no lo han hecho antes los médicos que se supone que son los que lo saben, pero tal vez habría que considerar que la obsesión por la violación, sin llegar a una enfermedad catalogada, podría responder a un impulso mucho más poderoso y más complejo que el instinto elemental y básico de que la naturaleza nos ha dotado para que, con amor o sin él, aseguremos la continuidad de la especie. O por lo menos a una voluntad y una capacidad de razonamiento y de respeto de la pareja mucho más disminuida que la de la mayoría de los mortales. Pero para los médicos que lo examinaron, el violador del Eixample ni estaba enfermo ni era un psicópata, y por lo tanto no lo sometieron a tratamiento psiquiátrico. Del mismo modo que tampoco vieron en él a un hombre con algún problema o con alguna de las carencias que acabo de apuntar. Y en consecuencia los jueces debieron de entender que sus necesidades sexuales eran tan apremiantes o tan poco apremiantes como las de sus conciudadanos. De lo que se deduciría que los varones de este país que no van por las escaleras violando una y otra vez a mujeres desconocidas tienen un poder de contención superior al del violador, o unos principios éticos que actúan de barreras contra la pulsión sexual. Entiendo que tal vez los jueces tengan razón y estas diferencias no constituyan una enfermedad, pero se llame obsesión, debilidad de carácter, incapacidad de controlar los impulsos sexuales, desmedido e irrefrenable placer por someter sexualmente a una mujer, todo parece indicar que, vista su compulsión, los impulsos no desaparecerán con la falta de libertad y, por lo tanto, para que el sujeto se reinserte, alguna ayuda habrá de necesitar. Que un violador haya salido a la calle sin haberla recibido es precisamente lo que ha provocado ese alud de opiniones y afirmaciones contradictorias, a veces ajenas al derecho y otras muchas con una carga acusatoria rayana en el linchamiento. Pero si hurgamos más aún en el fondo del problema, nos daremos cuenta de que en realidad lo que provoca inquietud y radicaliza las posturas de unos y otros no es tanto lo que aducen como la falta de legislación sobre un comportamiento o la arbitraria aplicación de la ley vigente como ha ocurrido en este caso. Con esta misma laguna legal se encuentra la policía a la hora de crear los bancos de datos ADN que mediante 17 marcadores distintos podrían confirmar o descartar si un sospechoso es autor o no de una violación o de un crimen; pero al no haber legislación al respecto, nadie puede obligar en España a nadie a que se deje extraer una muestra de sangre o de saliva. Ni siquiera un juez. Mis conocimientos del derecho penal son, como los de la mayoría de los ciudadanos, elementales. Y, lo que es peor, ante un posible proyecto de ley en este terreno muchas veces no sabría decir si la postura que elijo para defenderlo o atacarlo está de acuerdo con la actitud cívica o progresista que intento adoptar en toda ocasión. Por ejemplo, ¿debemos o no debemos apoyar a quienes defienden que esas bases de datos evitarían muchos delitos, darían con el culpable e impedirían que fueran procesados inocentes? O por el contrario, ¿atentaría tal medida contra la intimidad de la vida privada que establece la Constitución? Y si es así, ¿por qué nadie ha protestado jamás por las huellas dactilares, de las que la policía tiene una base de datos tan extensa como la población misma? Hay en este momento en España más de 250 violadores anónimos y es evidente que algo hay que hacer para inmovilizarlos. Pero saber qué y cómo sin entrar en terrenos resbaladizos es muy difícil. Y es que a veces la legislación es tan enrevesada y se hace de ella un uso tan sectario que sólo consigue desconcertar a los ciudadanos, cansados como están de ver como los poderes del mundo se saltan a la torera sus legislaciones nacionales y las internacionales en su propio beneficio. Y si no que se lo digan a los jueces ingleses, tan remilgados a la hora de aceptar una acusación de genocidio contra Pinochet, tan remisos en decidir si un tribunal extranjero es competente o no para juzgar a un asesino, tan quisquillosos cuando se trata de definir lo que es genocidio, y en cambio, que yo sepa, nunca protestaron contra Estados Unidos cuando invadieron y bombardearon Panamá sólo para llevarse a casa a su antiguo colaborador y poder juzgarlo a su antojo según sus leyes, en su propio país, saltándose a la torera el derecho nacional e internacional, y todas las inmunidades del presunto delincuente, incluso las que ellos mismos le habían otorgado cuando lo erigieron jefe de un Gobierno títere obediente a los manejos de la CIA.

Rosa Regàs es escritora.

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