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17.617 votos

El que escribe conoció hace mucho tiempo a una persona (culta, ponderada y tolerante) cuyo sobre electoral siempre contenía el blanco inmaculado de la inocencia. La suya ante las urnas era la opción ciudadana más extraña, la más extraña al menos para los que participamos en la contienda electoral en función de unos colores: esa opción etérea e inmarcesible es el voto en blanco. En esta ocasión han sido 17.617 las civilizadísimas personas que, desprovistas de fervorosa inclinación por uno u otro partido, se han tomado la molestia de acercarse a las urnas y depositar su voto de silencio. Las razones que les asisten pueden ser muy distintas. Se ha hablado desde hace tiempo de una bolsa de electorado nacionalista, descontenta con la escisión del PNV, que ya no encuentra acomodo en las siglas originarias ni tampoco en las de EA. Es posible que exista también un voto de izquierdas que reniega de Herri Batasuna, del PSE y de Izquierda Unida. Puede incluso que exista un mínimo voto demócrata cristiano, muy consciente de su ideología, al que el Partido Popular o el PNV le parezcan burdas engañifas para sus íntimas ideas. Puede haber todo eso. Puede haber incluso más. Lo cierto es que el voto en blanco sigue siendo una delicada flor primaveral que se obstina por sembrar algo en los cálidos viveros de las urnas. Proclama en voz muy baja su fe en el sistema democrático, pero también su escepticismo ante la turbamulta mitinera, ante el fuego entrecruzado de arrogancias. Es un voto que practican escasos electores, pero es también un voto francamente valeroso. ¿Quiénes serán los que votan en blanco? ¿Escépticos irreductibles? ¿Liberales consecuentes? ¿Será gente ilustrada o un pelotón de despistados? Es difícil saberlo, porque la gran mayoría de los analistas orilla la cuestión: bastante tienen con revolver en el queso porcentual donde se arremolinan los datos de los partidos, con sus cifras al alza o a la baja. El votante en blanco lo tiene muy difícil: nadie repara en su pronunciamiento público. De hecho hay recuentos y resúmenes, indignos, miserables, que suman en la misma bolsa inútil el voto nulo y el voto en blanco. No creo que pueda imaginarse mayor torpeza democrática. Uno tiende a creer que el voto en blanco subraya su fe en la democracia con modestia, con civil resignación. Si el voto nulo representa la confusión, la desidia, el accidente, cuando no una supina incultura electoral, el voto en blanco representa precisamente lo contrario: una prevenida contemplación de la realidad política, quizás una sólida conciencia ciudadana que no se deja sobornar, a pesar de todo, por la dialéctica que practican los partidos. ¿Quién está detrás del voto en blanco? No se sabe exactamente porque no se habla demasiado de ello. Lo único que sabemos es que en esta ocasión han sido 17.617 demócratas los que, a pesar del ímprobo esfuerzo de la campaña electoral, no se han dado por aludidos, han hecho oídos sordos a tantos cantos de sirena. En el paisito se nos llena la boca hablando de pluralidad (Uno sospecha que, para determinados partidos, la mayor pluralidad reside en el incremento de su propio voto, y acaso consideran que sólo cuando todos los escaños sean suyos los demás habremos empezado a ser un poco más plurales). Sin embargo, para plural, nada como el voto en blanco. Durante los próximos cuatro años seguirá habiendo siete fuerzas políticas (siete opiniones distintas) atrincheradas en el Parlamento vasco. Pero la verdadera pluralidad la representan esas 17.617 opiniones que no cuentan con escaño. Quizás para estos ciudadanos todo sea opinable. Reciban nuestros flamantes diputados una efusiva enhorabuena. Pero también estos reservados votantes a los que nadie representa: se reconocen en el sistema, pero le exigen mucho más que los demás.

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