La progresión del PP
Escribía Clarín hace ahora cien años que, entre nosotros, el convencionalismo teatral de la política subía de punto por "la farsa del ministerialismo absoluto y de la oposición absoluta". Los amigos del Gobierno creen defender mal su causa si no sostienen el absurdo de que todo lo que los ministros hacen está bien hecho, mientras que los amigos de la oposición se creerían traidores "si no juraran que todo lo que hace el Gobierno está mal hecho". Para el que procura ser justo, seguía diciendo Clarín, "y unas veces está con la oposición y otras con el Gobierno, hay una palabra infamante: ¡Pastelero!".Las cosas no han cambiado mucho desde entonces y, tal vez por temor a parecer pasteleros, los que son poco amigos del Gobierno no han destacado con el relieve que era menester la noticia más novedosa de las elecciones vascas: el espectacular avance del Partido Popular. Espectacular porque significa una progresión en todos los órdenes, en votos, en escaños y en afianzamiento territorial, y, además, porque se convierte en la segunda fuerza política de Euskadi. En un sistema tan plurifragmentado como el vasco, donde se vota distinto según se sea de izquierda o de derecha, nacionalista o constitucionalista, vizcaíno, guipuzcoano o alavés, el PP pasa a ser con su discreto porcentaje el primer partido de uno de los territorios históricos y el mejor situado en las capitales de los tres: primero en Vitoria y San Sebastián, y segundo, pisando los talones al PNV, en Bilbao.
Los líderes políticos que desprecian a los electores y los tienen como incapaces de saber lo que les conviene, achacan sus decepcionantes resultados a alguna incapacidad de la gente para entender mensajes superiores pero complejos, explicación en la que Julio Anguita ha adquirido una sutil, casi mística, experiencia; o a las viles maniobras del adversario, explicación hacia la que Xavier Arzalluz siente, por cómo es el hombre, especial predilección. Pero ¿y si un buen resultado electoral fuera no más que la expresión de un trabajo político bien hecho? La hipótesis, por muy descabellada que parezca a algunos tan poco amigos del Gobierno como entusiastas paladines de soluciones imaginativas para el contencioso vasco, no debería ser excluida de antemano.
Pues lo que revelan las elecciones vascas es que el PP, gracias a su condición de partido del Gobierno y a un buen hacer político mantenido con firmeza en circunstancias no ya adversas sino trágicas, es el preferido por los electores vasco-españoles para tratar con los nacionalistas. Nada permitía predecirlo, porque si el asesinato de sus concejales podía provocar un movimiento coyuntural de simpatía y solidaridad que le acarreara unos miles de votos, su rechazo del plan de paz presentado por Ardanza, desplazaba la gestión del cese de la violencia a los partidos firmantes de la declaración de Lizarra. El mismo anuncio de ETA en vísperas electorales, determinado en buena medida por la eficaz política del Ministerio del Interior, estaba destinado a reforzar la posición de los partidos nacionalistas, como no pocos se apresuraron a vaticinar.
Pero mientras en el mundo nacionalista, sin mejorar el conjunto, las elecciones han resultado en un avance de la izquierda sobre la derecha, en los partidos de ámbito estatal, sin empeorar, ha sucedido al revés: la derecha sale reforzada frente a la izquierda. Lo cual quiere decir, por una parte, que el PP se ha convertido en principal interlocutor no nacionalista para la búsqueda de un final definitivo de la violencia y para cualquier debate sobre reforma de la Constitución o de los Estatutos; y por otra, que al mejorar su posición en Euskadi comienza a superar una de sus más tradicionales carencias para afianzarse como partido de Gobierno: su desigual implantación territorial. Triunfador en las elecciones gallegas, segundo en las vascas, sólo faltaría otro discreto resultado en Cataluña para que tuviéramos al PP en el Gobierno por unos cuantos años.
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