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Tribuna
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El currolari

Cuando Sevilla empezaba a digerir el convite ducal, cuando las aguas del Guadalquivir se llevaban los excedentes de arroz, cuando se disolvía en la estación de Santa Justa el congreso de moñas y peinetas, un pasmo paralizó Triana. El nuevo suceso era sensacional: finalizada la boda del año, Lopera había consumado el contrato del siglo; en una operación relámpago, fichaba al personaje más bullicioso de la nómina intergaláctica de entrenadores, Bilbao incluido. La incredulidad provocó diversos incidentes vecinales en la capital andaluza: los costaleros besaban el santo, los cantaores se transfiguraban en versolaris, los rocieros pellizcaban a las flamencas, y las marquesas rezagadas, tan atentas a cualquier manifestación social, combatían el sofoco agitando el abanico por segunda vez.En las cátedras del beticismo, los escépticos podían dar al asunto tantas vueltas como quisieran, pero la noticia no tenía más que un camino: Javier Clemente, el jugador número trece, el polemista del sevillanismo, la mirada más penetrante de Hollywood desde James Dean, se hacía cargo de los destinos del Real Betis Balompié; der Beti, vamos.

Superada la primera impresión, varias cuadrillas se ofrecieron a ponerle al día en los gustos locales; unos pretendían darle un máster en tapas de menudo, otros insinuaban la necesidad de hacerle renunciar bajo juramento al bacalao al pilpil en beneficio del bienmesabe, y los más, en fin, hacían la propuesta definitiva: convenientemente impuesto en fino amontillado, había que regalarle una biografía abreviada de Curro Romero, alistarle en alguna hermandad rociera y administrarle un cursillo rápido de geometría del taco de jamón. Un día después, media ciudad se vestía de verdiblanco para recibir a su nuevo pupilo. Cuando quisimos darnos cuenta, Clemente se había convertido, ohú, en el huésped del sevillano.

Pero, más allá de los ecos de sociedad y las efusiones costumbristas, el Betis contrataba a un entrenador de perfil duro cuyo ideario cabe en un billete de autobús y es un secreto a voces: disciplina táctica, juego simple y lealtad incondicional. En su visión exclusivista del fútbol está dispuesto a aceptar cualquier fallo ocasional; no suele fusilar a nadie por un mal control o por un pase destemplado, pero con los errores de concentración es inflexible. Los considera, sencillamente, una transgresión del punto tres de su manual. Y, como bien se sabe, con las pequeñas traiciones suele ser implacable.

Tal vez por eso algunos dudan que el exótico Denilson, tan exuberante, pero tan imprevisible, tenga algún futuro con él. Como declaración de principios, ya le ha dado un primer toque.

-Denilson es un grandísimo jugador de veintiún años de edad. Ha triunfado en Brasil, pero una cosa es el fútbol brasileño y otra el español: se puede ser una figura allí y fracasar aquí. Así que debe adaptarse a este fútbol. Pronto.

A la espera de novedades, ya podemos hacer un pronóstico: si no se enreda en trifulcas con los periodistas, si la vista y la suerte le acompañan, puede convertirse en una nueva figura de la iconografía sevillana. Tiene, pues, un destino cantado.

Cuando llegue Semana Santa, o maestrante o nazareno.

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