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DEBATE URBANÍSTICO

Despotismo tecnocrático y ciudad

a de las estrategias más generalizadas -por su eficacia- en los debates que suelen recoger nuestros periódicos es sin duda la de confundir al contrario, lo que se pretende conseguir distorsionando sus tesis o subvirtiendo sus valoraciones; es decir, desfigurando su pensamiento o sus argumentos a través de la exageración cuando no la tergiversación. El objeto no es otro que el de perfilar un interlocutor a medida, ajustado a sus fines, capaz de legitimar por sí mismo las posiciones de su interlocutor. Pero detrás de esta estrategia siempre suele esconderse una debilidad argumental, la misma que se predica del contrario. Circunstancia que desemboca indefectiblemente en el tópico -por aquello de que no por ser tópicas las cosas son menos ciertas- cuando no en la parodia. Y algo de eso es lo que se barrunta en el debate que sobre la construcción de la ciudad está aflorando en estas páginas desde hace unas semanas. En este sentido, el uso de una expresión tan grandilocuente como la de despotismo tecnocrático produce perplejidad cuando no estupor y asombro, no sólo por responder a un perfil anacrónico y vacío de significado, sino también por su instrumentación como caricato funcional para tratar de justificar lo difícilmente justificable. En principio el despotismo, si hacemos caso a los diccionarios políticos, se refiere a cualquier forma de gobierno en que se ejerza opresión sobre los gobernados, así, en principio, sólo se podría predicar de quien gobierna y en ningún caso de los gobernados. La tecnocracia, por su lado, presupone una superación-disolución entre otras cosas de las ideologías, presupuesto que, por lo demás, no tiene demasiados problemas en prescindir de carga ideológica de enunciados como aquellos que se refieren a la neutralidad de la ciencia. Desde esta perspectiva la tecnocracia hallaría su campo natural de experimentación en el ámbito conservador, como pudimos constatar hace unas décadas. Ahora bien, si lo anterior tiene algún fundamento, ¿cómo debemos interpretar el uso de la expresión despotismo tecnocrático como arma arrojadiza por quienes se mueven en ese ámbito?, ¿como un caso claro de confusión de idearios?, ¿o, quizá, se trata de un proceso mucho más doloroso de pérdida de identidad? Preguntas cuyas respuestas posiblemente nos retrotraigan a conflictos mucho más profundos y confusos como los pregonados por el tan cacareado "fin de la ideología" (Daniel Bell), "fin de la historia" (Francis Fukuyama), "fin de la utopía" (Karl Popper), etcétera. En efecto, discurrir a partir del supuesto del fin de la ideología es tanto como confundir la realidad con el deseo, y así se reitera en el propio debate. A estas alturas ya nadie duda de que tras la tesis del "fin de la ideología" se esconde una ideología neoconservadora que trata simplemente de enmascararse negándose como tal; lo que nos permite afirmar la asistencia a una subliminal propuesta de finalismo, mientras se sataniza la necesidad de construir una idea de finalidad -porque históricamente las ideas de finalidad o vienen del campo irracional de la religión o del campo criminal utópico racionalista en el que hemos vivido durante este siglo (Manuel Vázquez Montalbán)-, o se nos instala en la cultura-dictadura de un finalismo disfrazado de antifinalismo. Tesis cuya evidencia se trasluce en la irritabilidad e inseguridad de sus portavoces que no dudan, como en nuestro caso, en presentarnos como moderno y progresista lo que en realidad sólo esconde la sombra de una idea tan vieja como ese liberalismo de nuevo cuño, aunque en este caso sin la bendición de su mentor Adam Smith (Galbraith). Valencia, fiel al espíritu de los tiempos, no ha dudado en instalarse en la cresta de la ola, y lo ha hecho desde la convicción del credo liberal, pero, lejos de disipar los problemas que históricamente la aquejaban los ha acrecentado, abriendo una serie de heridas cada día más difíciles de cicatrizar y que como era de esperar han saltado a la calle, corriendo de boca en boca y erigiéndose en objeto de protesta ciudadana, tales como las tres tristes torres, los relativos a la construcción de la ZAL, el consumo indiscriminado y destrucción sistemática de la huerta, etcétera. Pero si bien los problemas referidos están enraizados en el pasado, forman parte del pasado próximo, ahora, cuando la fiebre neoliberal parece disiparse y las aguas parecen volver a su cauce, en vez de suavizarse las posturas y buscar lugares de encuentro, las vemos más recalcitrantes que nunca, abriendo nuevas fracturas en la forma de entender la construcción de la ciudad, profundizando y manteniendo los mismos planteamientos que han conducido a las discrepancias actuales, es decir, delegando en el sector privado -inmobiliario- el gobierno de la ciudad como se constata por la profusión y términos en los que se aprueban los estudios de detalle. Pero el problema no es el del cumplimiento de la legalidad vigente, ¡no faltaría más! Nadie duda que se cumple. El problema es precisamente ese: que cumpliéndose con todo rigor los preceptos legales los resultados son los que ayer constituían una amenaza y hoy una realidad. Lo que quiere decir que los problemas son mucho más graves y profundos y así lo entiende una parte de la ciudadanía. De ahí los subterfugios y descalificaciones que comentábamos al principio, y de ahí la desmedida defensa de un modus operandi que amparándose en una libertad abstracta no hace más que negarla al depositar todo el poder de decisión en manos de un sector que no siempre están a la altura de las circunstancias. Todo apunta a que Valencia desde hace ya demasiados años está instalada en la cultura del beneficio, no tengo tan claro si lo está en la del desarrollo. La ciudad, al existir tan sólo como mercancía desprecia gran parte de su potencial urbanístico, cultural, social... Su reducción a simple valor de cambio le impide desarrollarse como tal, le niega sus particularidades y la distancia de aquellas ciudades con las que quiere competir. Su planeamiento municipal (PGOU, 1988) de hecho, como reconocía en estas mismas páginas hace unos días su director, se aprobó con el beneplácito o aceptación del sector inmobiliario. Y su planeamiento estratégico, llamado a colación también en estas páginas, tampoco quiso incluir la ciudad -como entidad física, cultural, arquitectónica...- como parte substantiva del mismo -pese a los denodados esfuerzos llevados a cabo por el Colegio de Arquitectos-, su contenido debía circunscribirse -como se insistió una y otra vez- a otras parcelas de la actividad económica. Valencia, huérfana de valores urbanísticos y avalada por esa libertad creadora expresión de las conquistas del pensamiento único derivado del "fin de la historia", se ha lanzado en los espacios de nueva creación -y con un desenfreno impropio de cualquier ciudad que se precie de tal- a la vorágine de la peor arquitectura de consumo, enraizada en la peor tradición caribeño-especulativa de los años setenta y construida a partir de los mismos tópicos tales como la edificación en altura, los escalonamientos gratuitos, las composiciones extemporáneas y hostiles a medio natural y paisajístico de la ciudad, con absoluto desprecio del contexto y de la historia de la propia ciudad... Pero lo que es peor -y de eso nuestros próceres no parecen darse cuenta-, en esa huida hacia adelante Valencia está hipotecando su futuro. No se puede disfrazar la realidad con esa jerga postmoderna que pese a quien le pese empieza a desprender cierto tufillo a rancio, a démodé. Tras el furor neoliberal de hace unos años son cada vez más los que nos alertan de los peligros de morir de asfixia por una sobredosis de mercado. La urgencia es hoy la regulación y no la desregulación (Estefanía). Hay que empezar a ponderar la realidad. Hay que explorar nuevos paradigmas más equilibrados, por supuesto, y todo lo dinámicos que podamos; pero para ello hay que empezar: primero, por revisar el concepto de equilibrio y asumir que como mínimo es cosa de dos, de la ciudad y de lo que se quiera; segundo, por abandonar los tópicos con los que se ha pretendido arropar ciertas prácticas urbanísticas hoy bajo sospecha, reduciendo la libertad de la ciudadanía a la del capital de promoción; y por último, por recuperar el papel de árbitro de la historia, respetar la cultura, profundizar en la nueva realidad urbanística, y sobre todo hay que fijar los límites más allá de los cuales los ciudadanos pierden su condición de tales para convertirse en sujetos pasivos de un desarrollismo de nuevo cuño. Si, como ha señalado Touraine, el mundo no está entrando sino saliendo de una transición liberal, debemos estar preparados para afrontar el futuro con un espíritu distinto del que lamentamos. Un espíritu más generoso y solidario en el que la ciudad tenga algo que decir, en el que la ciudad tenga algo que objetar. En este sentido no caben moratorias ni votos de confianza. No hay que esperar a que se complete ninguna urbanización... Como muy acertadamente señaló Carlos Castilla del Pino hace unos días: a diferencia de los errores y fracasos médicos... los errores y fracasos de los arquitectos tienen la desdichada propiedad de ser imperecederos, se adueñan de la ciudad y se imponen en ella para siempre, como una pesadilla interminable para visitantes y sobre todo para sus habitantes cuyas memorias destruye irreparablemente.

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