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Reportaje:

La última comida en el penal

La cárcel de Carabanchel vio partir ayer a los últimos hombres presos en sus celdas, edificadas en el franquismo

Como un queso gruyère. Verdadero o exagerado, se trata del rumor que durante años se ha mantenido en torno a la cárcel de Carabanchel. "Si esto se derriba algún día, los albañiles se encontrarán con tantos agujeros como un queso gruyère", decían los funcionarios. "¿Intentos de fuga? Ufff..."Pues ese día ha llegado. Ayer comieron su última comida los últimos 30 presos del penal: judías verdes con carne, filete de ternera con patatas fritas y fruta almibarada o helado. Después subieron al canguro (furgón de la Guardia Civil) hasta la novísima cárcel de Aranjuez, dejando atrás las galerías, sólo habitadas ya por las sombras de miles y miles de españoles que allí dieron con sus huesos. Unos tan famosos como un Enrique Múgica que andando el tiempo llegaría a ser ministro de Justicia; Marcelino Camacho, líder de Comisiones Obreras; El Lute, y hasta el que sería gobernador del Banco de España, Mariano Rubio, que pasó un día de 1964 entre rejas por injurias al jefe del Estado. Y otros presos anónimos -robagallinas, tironeros, atracadores y camellos- a los que sus familias visitaban tras hacer una larga cola bajo el sol o la lluvia.

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160 mujeres para un complejo vacío

Los 87 reclusos que hasta ayer habitaban los chabolos (celdas) de Carabanchel salieron con rumbo a un nuevo talego, posiblemente sin importarles demasiado ser quienes echaran el simbólico cerrojazo a la prisión más emblemática del franquismo. En el mastodóntico complejo sólo quedan 160 mujeres, que tienen que preparar el hatillo para dentro de dos semanas.

Recién acabada la guerra, Francisco Franco ordenó construir una nueva cárcel. A tal fin, el 16 de enero de 1940 fueron adquiridos los terrenos a José Messía y Stuart, duque de Tamames y de Galisteo, al precio de 5,25 pesetas el metro cuadrado. El Estado abonó 693.130 pesetas al aristócrata y otras 7.985 a un hermano suyo a cambio de un solar colindante.

A las doce en punto del 22 de junio de 1944, el cornetín de órdenes anunció la llegada del ministro de Justicia, Eduardo Aunós, a las puertas del nuevo presidio, "engalanado con banderas nacionales y del Movimiento", según el cronista de la revista Redención. La cárcel, que venía a sustituir a la de la calle del General Díaz Porlier, era calificada de "modelo en las de su clase, con capacidad para 2.000 reclusos", añadía.

Tras la solemne inauguración oficial de la primera galería, en cuya construcción participaron 1.000 presos, llegaron los primeros inquilinos. Las obras durarían varios lustros y, pese a eso, una de sus galerías jamás llegó a terminarse. Y es más, nunca hubo siete galerías, sino cuatro (la tercera, la quinta, la sexta y la séptima, amén de la enfermería y la cultural, en la que está el salón de actos).

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El complejo, asentado sobre un solar de 200.000 metros cuadrados, ha sido la última morada terrenal de ajusticiados a garrote vil, como José María Jarabo, de los últimos fusilados del franquismo, y escenario de la muerte a palos del anarquista Agustín Rueda en 1978 y los violentos motines del verano del 1977 protagonizados por la Coordinadora de Presos en Lucha (Copel), además de cientos de historias de muertes, reyertas, enfermedad, sufrimiento e intentos de fuga.

El museo penitenciario alberga buena muestra de lo que es capaz una mente ociosa entre rejas. Desde idear una pistola de jabón pintada de negro, capaz de dar el pego, hasta un tubo de Redoxón que, como si el fabricante lo hubiera hecho a propósito, se convirtió con dos pilas en una perfecta linterna con la que poder excavar en la oscuridad de un túnel.

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