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Tribuna:DESPUÉS DE LAS ELECCIONES
Tribuna
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¿Y ahora, qué hacemos?

Plantea el autor, en clave literaria y de humor, algunas sugerencias para afrontar la compleja situación que se abre tras los comicios

MATÍAS MUGICA

Es lo que debe de preguntarse mucha gente tras la tregua: ¿ahora qué? Y no precisamente dando a la pregunta alcance político-social, sino estricto contenido personal: ¿ahora qué hago yo? Decía Boris Vian, en una conferencia sobre el erotismo, que en su opinión el hombre dispone sólo de dos formas de relajarse que funcionan de verdad, dos situaciones donde puede realmente ponerse las botas, dicho sea un poco a lo basto, o, algo más fino, darse rienda suelta: el amor y la guerra. En el amor y en la guerra cualquiera puede por fin abandonarse a lo que le pide el cuerpo, bien para volarle la cabeza al prójimo o para intentar el siempre repetido y siempre vano asalto al principio de individuación. Fuera de ahí, opinaba Boris, todo es contención, límite, norma, usted perdone y siento molestar: una verdadera murga, ya se sabe. A partir de esto, Vian enlazaba profusas reflexiones sobre la relación entre el nivel de violencia y el de represión sexual, según el sencillo razonamiento de que lo que no se sobraba por un lado se tenía que sobrar lógicamente por el otro. La idea, por cierto, no deja de ser un lugar común: incluso en este paisito nuestro, adonde todo llega con la fecha de caducidad más que pasada, no pocos han hablado ya de esa relación y han señalado el papel de la violencia política como canalizadora de miserias personales y subterfugio para desviar la ansiedad que nos producen nuestras numerosas frustraciones. Estos mecanismos, desde luego, existen en todas partes. En la sociedad vasca tradicional, por ejemplo, esa función la tenían las apuestas, como ejercicio de violencia incruenta y ritualizada, donde manifestar la agresividad y el apetito de riesgo proscritos del trato diario. Y tal vez sirviera también para lo mismo, antes de degenerar en majorettes para nacionalistas, el bertsolarismo tradicional, que, dice Bernardo Atxaga, disolvía en su violencia estética la amenaza de violencia real que se iba acumulando. Y claro, también está el fútbol y otras muchas cosas, e incluso vistosos combinados de varias de ellas. Pero en los últimos treinta años, qué duda cabe, la violencia política ha sido entre nosotros la vía principal por donde enormes cantidades de frustración absolutamente personal han encontrado camino hacia la superficie. Hombre, dirá alguno, pues por lo menos para algo habrá servido. Pues sí, siempre es posible consolarse. Aunque a decir verdad estos cambalaches del inconsciente no sirven para nada y tienen por añadidura graves consecuencias sociales y personales (además de los muertos, claro está), sobre todo de tipo educativo, ya que con todas estas historias una parte considerable de la juventud acaba educada en la falta de responsabilidad sobre sí mismo, sustituida por esa especie de zarzuela épica, remedio universal que lo aclara todo. Me explico: una vez sentado que es el yugo español sobre Euskal Herria (o, si prefieren ustedes, el árbitro que nos roba el partido) el origen de toda tu insatisfacción, ya puedes irte a dormir con la conciencia bien tranquila y dejar de escarbar en tus problemas. ¿Para qué? Todo está claro. Pero vuelvo a mi pregunta, porque me parece que ya estoy copiando demasiado a Juaristi: ¿ahora qué? Ahora parece que el gran aliviadero nacional va a quedar cerrado para siempre, o al menos para un buen rato. Ya no vamos a matar más gente ni a seguir incitando a los más jóvenes al vandalismo legitimado. Nos alegramos todos mucho. Pero lo que me intriga es cómo vamos a reciclar ahora toda esa carga de insatisfacción que encontraba fácil rebosadero en la estúpida adrenalina de la violencia. ¿Ahora qué? ¿Crecerá aún más nuestra ya legendaria afición a la botella? ¿Volveremos, como Txelis, a la verdadera fe? ¿Nos vamos a hacer todos montañeros? ¿Veremos surgir otros tipos de violencia marginal, ya sin coartadas ideológicas? ¿O -improbable milagro- va la gente a ponerse a pensar en sus problemas? La cosa, desde luego, hará crac por algún lado. Hay que esperar. Algo que me temo puede pasar es que, para compensar, los nacionalistas se dediquen a buscar la añorada adrenalina en la exaltación de su credo, y que a trueque de callar las metralletas suban muchísimo el volumen de los himnos, los discursos, las tarantelas y las sardanas, y saquen a la calle, para que no decaiga, todo su vestuario de gala. Señas hay de que por ahí van los tiros (perdón, es un decir). Claro que, al menos en teoría, también tendríamos el otro recurso del que hablaba nuestro amigo Boris Vian: el sexo, la loca taquicardia de la piel contra la piel, el intensísimo minuto de éxtasis y olvido, la exultación del cuerpo. Esa sería, no cabe duda, la mejor vía de repuesto para nuestras ansiedades y nuestras ganas de sarao. El caso es que no sé por qué, será que soy un derrotista, pero esos aires caribeños me parecen entre nosotros muy poco probables. Afrodita, diosa friolera y espantadiza, huye de climas húmedos y encapotados, y, todavía más, de la proximidad de las sotanas. Y hablando del Caribe, leo en los papeles que el Gobierno cubano está empeñado en erradicar la prostitución para turistas, a fuerza de redadas, detenciones y cierre de establecimientos. Parece que va en serio. Crece mi alarma: ahora resulta que ya no podemos ir a Cuba; en casa, ya se sabe: novenas responsos y bertsolaris. Y ahora, además, parece que se apaga la llama azulada de los contenedores ¿Qué queda? Pues no sé, quizás la vía de la renunciación, el óctuple sendero, las cuatro nobles verdades. Tal vez haya un gran auge del budismo en Euskadi. Ojalá.Matías Múgica es escritor y traductor.

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