La segunda transición
Al oír la noticia de que ETA había ofrecido una tregua indefinida, la primera impresión fue muy similar a la que sentí al enterarme de la muerte de Franco. En aquella ocasión, mi primer pensamiento fue imaginar una España sin Franco y ahora también el primer impulso ha consistido en tratar de vislumbrar cómo será España, si es que logra subsistir - sobre lo que no albergo la menor duda- sin la amenaza permanente del terrorismo.Hace 23 años, el futuro se presentaba lleno de incertidumbres y amenazas. Lo ocurrido en los primeros meses confirmó los temores que provenían de que Franco hubiese muerto agarrado al poder. Como la débil oposición democrática estaba empeñada en que el régimen era inmodificable desde dentro y mantenía además la ilusión de que no sobreviviría al dictador, la ruptura estaría garantizada con un Gobierno provisional que convocaría un referéndum sobre la forma de Estado, así como elecciones a una Asamblea constituyente. Siete meses después de la muerte del dictador, siguiendo estrictamente las pautas previstas por las leyes del régimen, se nombraba a Suárez, el último secretario general del Movimiento, presidente del Gobierno. Pese a semejante comienzo, hoy a nadie se le oculta el salto gigantesco que ha dado España en estos dos decenios, transformación que tal vez percibamos aún con mayor nitidez desde el extranjero. La realidad ha superado con mucho hasta las visiones más optimistas.
Sin duda que conviene desconfiar de las primeras impresiones, así como no perderse en la perplejidad inherente al presente. Me pregunto si la sensación de comienzo de una nueva etapa que muchos hemos sentido al anuncio de la tregua -en mi caso hasta el punto de vivir el acontecimiento recordando lo que sentí con la muerte de Franco- no sea una exageración que daría pábulo a no pocos malentendidos. Aunque quepa señalar algunos puntos de contacto -si el franquismo duró 40 años, 30 el terrorismo de ETA; y si el primero nos arrebató la libertad, el segundo la ha cercenado muy sensiblemente- con todo, las diferencias son de mucha mayor envergadura: Franco atenazaba a España en su totalidad; el terrorismo vasco, además de sus más de 800 víctimas y la intimidación del pueblo vasco, por altos que hayan sido sus costos materiales, nunca tuvo a España por el pescuezo, ni siquiera al País Vasco, donde, por supuesto, se ha dentido más negativamente su presencia.
Y, sobre todo, la muerte de Franco suponía el fin del régimen establecido, pero la etapa que inaugura la Constitución, producto excelente de la primera transición, no tiene por qué llegar a su término con esta nueva fase que abre el fin del terrorismo. Sea el final de una etapa, o una nueva fase dentro de la misma etapa, el hecho básico es que estamos empezando algo nuevo que, sea cual fuere su naturaleza, sería ingenuo negar los riesgos que se ciernen en el horizonte. El mayor, sin duda, que no se tenga conciencia, o que no se quiera admitir, que comenzamos una nueva fase, en el mejor caso dentro de la etapa que inauguró la Constitución, pero no necesariamente. No cabe descartar que el proceso culmine en una ruptura que ahora sólo quieren una minoría. Tan aventurado es afirmar que no ha pasado nada "porque los asesinos provisionalmente hayan dejado de matar", omisión que de ningún modo habría que premiar, modificando lo más mínimo nuestras instituciones, como se empeñan algunos que se dicen progresistas, dando muestra en la actual coyuntura del inmovilismo que mostraron los últimos franquistas en la transición anterior, como obstinarse en que comienza una nueva etapa que no cabe en nuestro orden constitucional, como pretenden, de manera más o menos abierta, con mayor o menor convicción, los tres nacionalismos recientemente conjuntados. Claro que estas dos posturas extremas en buena parte suponen maximalismos para no ceder terreno antes de comenzar las negociaciones. Lo que importa es que no nos empecinemos en discutir si son galgos o podencos, en la primera transición, si hubo más continuidad que ruptura, y ahora, si lo que hay que hacer para consolidar la paz cabe o no dentro de la Constitución. En la Constitución cabe todo, porque salvado lo esencial, los derechos fundamentales de la persona y las instituciones democráticas, lo demás es reformable, de acuerdo con las necesidades de los ciudadanos y siempre que se siga el procedimiento previamente diseñado.
El presidente Aznar introdujo el concepto de "segunda transición" en su última campaña electoral para referirse a una necesaria reconversión democrática que favoreciese un acercamiento de los ciudadanos a la política y una mayor transparencia y honradez de las instituciones, propósito que, una vez en el poder, olvidó por completo a un lado. Después de haber pasado con un notable alto la asignatura de economía y con una nota inferior, pero todavía aceptable, la de política social, instalada España en el euro -como en este punto hubo aprobado general, no cabe repicar las campanas-, pero al fin y al cabo con unos índices macroeconómicos, pese a la cosmética que utilizaron todos, muy presentables, pasado el ecuador de la legislatura, de sopetón -es claro que el nacionalismo vasco no podía renunciar al efecto de anunciar la tregua cuando el presidente estuviese lejos- se topa con la segunda transición, pero esta vez la de verdad. Una economía que funciona mejor sin haber por ello desmontado el Estado social; una leve reducción del paro; una Administración un poco más eficiente, de la que no se conocen hasta ahora escándalos llamativos; un proceso avanzado de profesionalización de las Fuerzas Armadas; una mayor presencia económica en América Latina. No vale lo mucho conseguido hasta ahora. El presidente sabe que todo ha sido en vano; los españoles lo juzgaremos únicamente por los resultados que obtenga en la tarea que inicia una nueva fase de la vida española: logra o no la paz en el País Vasco, y si la consigue, a qué precio.
Seguramente, la primera transición fue bastante más fácil: el programa de acción estaba perfectamente definido, implantar una democracia, homologable con las del resto de Europa, y el mérito de Suárez fue llevarlo a la práctica. Eso sí, cumplida la tarea, no dio más que palos de ciego en el Gobierno y luego en la oposición, sin otra salida que abandonar la política. Rara vez un político ha despilfarrado un prestigio tan sólido en tiempo tan breve. Cierto que ahora, el programa no está escrito sino que hay que inventarlo sobre la marcha, pero contamos con muchos otros triunfos, como son un Estado democrático, la nueva estructuración autonómica del territorio y unas Fuerzas Armadas perfectamente integradas en el orden constitucional. Las diferencias fundamentales entre la primera y la segunda transición resultan patentes. Una cosa, sin embargo, debemos imitar de la primera: perseguir un consenso, producto de una larga negociación en los pasillos, sin imponer ninguna forma de trágala. El Gobierno debería
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nombrar una comisión negociadora de expertos y de personas ilustres, cuyo futuro no esté en la política -se tiene más valor y mejor sentido, si no se está construyendo la carrera de uno-, para negociar con la mayor discreción, y una vez que exista acuerdo, trasladarlo al Parlamento y a la opinión pública para su discusión y posterior aprobación parlamentaria y en referéndum.
Dos observaciones para terminar. La primera es que doy por seguro que la tregua indefinida es una tregua definitiva. Podemos contar con ella por lo menos hasta las elecciones municipales de junio de 1999, a las que el nacionalismo vasco otorga una gran relevancia para alcanzar sus objetivos. Después de una interrupción tan larga, no cabe ya volver a matar. Lo que no quiere decir que algunos grupúsculos no traten de volver a las andadas y que rebroten algunas Etas "auténticas" y tengamos que lamentar más víctimas. Pero, por mal que se hagan las cosas, me parece muy difícil que se torne a la situación anterior.
La segunda es que, aunque el nacionalismo radical haya salido robustecido de la tregua -a nadie puede extrañar que fortalezca el dejar de matar-, ello no obsta que los violentos hayan sido los que han terminado por ceder, al comprobar que el camino de la violencia no llevaba más que a una pérdida continua del apoyo popular y a un alejamiento progresivo de las metas señaladas. Hay un acuerdo generalizado de que el origen de la tregua está en el llamado espíritu de Ermua. Ante el asesinato en diferido del concejal Blanco, la sociedad vasca gritó al fin basta, lo que, al poner de un lado a los demócratas y de otro a los violentos, produjo al fin la necesaria clarificación. Arzalluz sacó la conclusión pertinente: con el aislamiento de los violentos, aunque de inmediato hubiese tenido que aceptarlo, se minaba a la larga las bases mismas del nacionalismo. Había que lograr lo antes posible el fin de la violencia, pero no por la vía de excluir de la convivencia al nacionalismo radical, con fronteras difusas con los demás nacionalismos, sino reintegrándolo en el seno materno. A Arzalluz debemos una parte del éxito de que se haya producido la tregua, impulsada, como no podía ser menos, desde una comprensión acertada de sus intereses, pero la otra corresponde a Mayor Oreja, que en los dos últimos años, sin necesidad de acudir a los Galindos, no ha parado de dar golpes impresionantes a la estructura militar de ETA, para culminar en la destrucción de su base económica. La acción de Arzalluz y la de Mayor Oreja iban en direcciones opuestas: el uno pretendía recuperar el nacionalismo radical, apartándolo de la violencia; el otro, acabar con la violencia con la fuerza policial y el aislamiento social. De ahí su enemistad creciente, pero la conjunción de ambas dinámicas ha tenido el resultado querido. Los factores externos- el fin del socialismo real, la paz en Irlanda- han coadyuvado, desde luego, a la tregua, pero sólo han resultado eficaces porque la constelación interna, apoyada por la doble acción del PNV y del PP, opuestas en los medios empleados, pero coincidentes en un mismo objetivo: que ETA deje de matar. El papel preponderante de ambos partidos en la consecución de la tregua ha quedado refrendado en las elecciones del 25 de octubre. El PNV, pese al desgaste que comporta la responsbilidad de gobierno y el inicio de la crisis del nacionalismo, sal e bien parado con un leve descenso, y se constata una fuerte subida del PP que se constituye en la segunda fuerza política del País Vasco.
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