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Días de visita

Suele ser en domingo. Padre o madre, apartados de los retoños por decisiones judiciales, definitivas o provisionales, vagan llevándolos de la mano durante ese día feriado que acaba haciéndose interminable. Creo -sin más datos que la observación superficial- que suelen ser los maridos quienes escogen -cuando pueden- tal fecha para dedicarla a la prole alejada; ello comprensible hace unos años, cuando el varón no disponía de otra jornada libre y resultaba ser, casi siempre, el culpable, o así venía considerado por las autoridades tutelares. Hoy, en parecido trance están las mujeres que desempeñan un trabajo y fueron suspendidas de la custodia filial. Ello subordinado al asueto escolar, por supuesto, y adaptado al género de vida que origina una gran ciudad como la nuestra.Producen cierta ternura esos hombres desmañados -quizá incursos en comportamientos sádicos y reprobables, pero eso no se ve en las mañanas dominicales- que olvidaron el tiempo en que fueron niños y no saben cómo se maneja ese delicado e imprevisible material. La mujer dispone de muchísimos más recursos, está mejor organizada y cercana a sus propias criaturas, en la edad que tomo para esta pequeña crónica. Observo la conducta de ellos, que procuran presentar una imagen amable, divertida y amena, ante el implacable examen de los ojos infantiles, cautelosos, distantes. Por regla general, los planes están condenados al fracaso. Si se trataba de ir al zoológico, esa mañana llueve a cántaros o se suscita la preferencia por el Parque de Atracciones. Con el propósito de redimirse ante el público en general, le hace al menor la oferta cultural de visitar museos o escuchar algún concierto, arriesgado proyecto cuando se carece del bagaje suficiente para responder a las preguntas. Aparte de que el gusto por las bellas artes es, casi siempre, inducido, rarísima vez innato.

Al mediodía, en la mayoría de los casos, el papá intenta identificar sus predilecciones y propone al vástago tomar un refresco en el lugar habitual. Percibo que, si el niño o la niña han rebasado los 8 o 10 años de edad, tienen, en la primera media hora, un proceder mejor educado y contenido junto al padre que en el otro caso. Se adivinan las exhortaciones previas que envaran a las criaturas durante el tiempo que son capaces de aguantar. La madre, en caso similar, es mucho más espontánea y permisiva. Contempla con ojos risueños y satisfechos el correteo de los retoños entre la población civil que pretende tomar el aperitivo, y sabe, instintivamente, la variedad de divinidades tutelares que protegen a los menores en estas circunstancias. El padre, no. Espera una actitud adulta y responsable, lo cual está muy alejado de lo que una criatura estima que es una mañana de solaz y entretenimiento. Contiene, recrimina en voz baja, prohíbe que se levanten de la silla, que hablen alto, que mojen las aceitunas en la coca-cola, lanzando miradas temerosas alrededor, sintiéndose infeliz y haciendo desdichados a los pequeños. Personalmente, si mereciese ser tenida en cuenta mi opinión, prefiero a la gente menuda controlada en los lugares públicos que circulando sin la menor consideración. Esto es muy frecuente en países meridionales, como el nuestro, Italia, Grecia, y parece guardar correlación con el producto interior bruto, pues en lugares más septentrionales apenas se ven niños en los cafés, bares y restaurantes. En día domingo, incluso quienes disfrutan del privilegio de una asistenta por horas, se ven privados de esa ayuda doméstica. Tampoco es cuestión de clases sociales o marginación porque, sin salirnos del tema, no es infrecuente que los cónyuges separados tengan el auxilio de los familiares, lo cual agrava considerablemente la cuestión. Las reglas de la convivencia dejan de tener significado ante el orgullo desmedido e indisimulado de unos abuelos que convergen, con el hijo o con la hija, en las tareas de compartir el cariño de esas presuntas víctimas de los infinitos Kramer contra Kramer que se dan tan a menudo. Mediando conflicto matrimonial o concordia, es un hecho que hay que aceptar, aunque no del mejor grado. Cuando tomaba estas notas, una angelical rubita de siete años, pletórica de energías, volcó el velador donde tomaba pacíficamente una copa de rioja. Considero seriamente si merece la pena salir de casa los domingos por la mañana.

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