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El minuto de Vila-Matas

Mi amigo me decía que antes de salir de su casa esperaba un minuto, sólo un minuto, y así cambiaba de raíz todo el día que estaba empezando: esperar un minuto significaba esquivar al fantasmón con quien se iba a encontrar en las escaleras, en el ascensor, en la puerta, en todos los sitios por los que fuera pasando. Un solo minuto cambiaba todo un día. Es optimista mi amigo, Enrique Vila-Matas: serio novelista tocado por el don casi imposible del humor, como Felipe Benítez Reyes. Vila-Matas no piensa que, esperando un minuto, quizá esté alejándose del vendedor de lotería que regala fortuna: cree que ese minuto perdido lo librará de todas las piedras que en este momento están cayendo de todos los tejados del mundo. Cree que así se aleja de la mala sombra. Acércate a las personas que te animan, que te quieren, y a nadie más, aconsejaba Hillary Clinton en un periódico. Esta noche, a las dos, regalaban sesenta minutos de espera antes de caer en las tres. Este regalo de una hora íntegra y gratis para hoy, domingo y día de 25 horas, a mí me da una feliz impresión de amplitud. Es como estar en una catedral, clara y llena de espacio, fresca en un día de sol pesado. Hoy, a la una de la tarde, serán las doce del mediodía, hora de seguir perdiendo el tiempo cerca del río Chíllar, viendo los montes que rodean este pueblo como si fueran el borde de una cesta, una de esas cestas donde se pone a los gatos que acaban de nacer. La noche ha sido larga, y hubo un momento de vértigo cuando el reloj, después de dar las dos hacía una hora, volvió a dar las dos: la realidad pareció irrealidad. Y empezó la hora clónica: las dos después de las dos. Muchas cosas pueden pasar en una hora inexistente, ocasión extra para noctámbulos. Trabajadores de turno sombrío, amantes, bebedores y bailarines, todos habrán aumentado su producción y dilapidación esta noche, aunque, para el caso de los ebrios, conviene recordar a Gilles Deleuze, el filósofo que decía: el alcohólico no es el que se lo bebe todo ahora mismo, sino el que deja de beber ahora para poder seguir bebiendo mañana. Yo creo que la sensación de alivio que me regala este día alargado tiene algo que ver con ese cuento del hombre que poseía una moneda que jamás se agotaba, pues siempre era sustituida por otra: era infinitamente rico con una única moneda en el bolsillo. La potestad de alargar un día una hora sugiere la ilusión de manipular el tiempo a nuestro gusto: que las horas se repitan y lo efímero sea eterno. El tiempo es la marca del deber: la argolla de los que hemos sido domesticados, civilizados. Había un clásico que se quejaba de que el día hubiera sido hecho pedazos, convertido en horas: añoraba aquel hombre (otro humorista: ¿era Plauto?) la edad en que el estómago dictaba la hora de comer, y no los relojes. Esta mañana de domingo es más larga y más clara, y me trae la ilusión de un tiempo más flexible, menos exigente, con un reglamento menos duro para vivir. Haber esperado una hora antes de pasar de las dos a las tres, quizá surta el efecto del minuto de Vila-Matas. Quizá me cambie la vida, y duerma más y madrugue más y llegue por fin temprano a las buenas citas.

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