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Antigüedades

No comparto, en absoluto, la opinión de una amiga acerca de la baja temperatura moral que pudiera afligir a quienes se dedican al tráfico, compra y venta de lo que se llaman antigüedades. Creo que es un comercio lícito y aceptable, para un mundo y una época moderadamente envilecidos. Podría flotar en el ambiente la cuestión de quiénes se interesan por las cosas viejas, hasta el punto de pagar los precios que piden por ellas, a veces sólo por su lejana fecha de fabricación. Es la paladina asunción de que cualquier cómoda, bargueño, alfombra o lámpara de otra época eran mejores. Con frecuencia es así, quizás sólo en la factura como expresión del trabajo manual exquisito, el pausado esfuerzo del artesano que puso en un objeto, útil o suntuario, amor, imaginación y armonía. Parece aceptado comúnmente que es antiguo todo aquello que tiene más de cien años, y así lo consideran las instituciones que se dedican a las subastas, actividad que, según dicen, puede llegar a ser rentable. El aspecto más llamativo se refiere al moblaje, aunque, en nuestros días, haya iniciado la decadencia, por la simple razón de que los muebles son ahora más pequeños, en consonancia con lo más reducido de las viviendas y el espacio ocupado por el televisor, la cadena de sonido y la discoteca, que así se llama el trasto donde se guardan los discos y no el estruendoso local donde se encierra voluntariamente parte de la juventud, entre la medianoche del viernes y la mañana del siguiente día. Aceptable la hipótesis de que, hasta los egipcios de las dinastías, el ser humano dormía donde le pillaba la noche y se alimentaba, en cuclillas, utilizando los diez dedos que Dios le había suministrado. ¡Ah, pero el poder político tiene sus exigencias y necesidades ornamentales! De ahí viene todo, la invención de la cama, la cuchara, los espejos, los tronos y sus parientes pobres, que son las sillas. Lo que era de metal y parte de los utensilios de madera -conservados muy bien en aquellos climas secos africanos- se pueden ver en el Museo Británico. Ésas sí que son antigüedades, aunque tampoco desdeñemos las riquezas de nuestro Museo Antropológico, ese que está a espaldas del paseo de Recoletos, menos visitado de lo que debiera.

Al margen de lo que almacenan las venerables instituciones oficiales, resulta asombroso el número de locales que se dedican a este tráfago, que si es llamativo en cuanto a los enseres caseros, tiene un ámbito ilimitado en los infinitos objetos salidos de manos expertas. Antiguos artífices de las maderas preciosas: sicomoro, cedro, ébano, olivo, limoncillo; chismes femeninos de tocador, frascos, pomos, cofres, peines, tenacillas, pinzas, cepillos... Escasa cotización alcanzarían los equivalentes puramente masculinos: una brocha, una navaja de afeitar o el suavizador de la misma. Aunque tiempos hubo en que los varones se abandonaron a la cosmética sin recato. Relojes, guardapelos, cajitas de rapé, relicarios, espejos, abanicos, bastones -quedan aún muchísimos en el mercado, aparte de los que colecciona Antonio Gala-, alhajas, perifollos, mantones de Manila, tibores, miniaturas, forman parte del universo de las antigüedades.

En el último volumen de las Páginas Amarillas de Madrid hemos contabilizado 283 establecimientos dedicados, más o menos, a lo mismo. Suntuosos comercios, almonedas, rastrillos, buhonerías, sin contar las Américas del Rastro. La curiosidad comparativa nos llevó a censar 148 notarios en la capital. Precios muy variados, excepto baratos. Claro que en alguna parte leímos que Cicerón pagó un millón de sestercios por una mesa, lo que mi recordado amigo Urbano habría calificado como una barbaridad aproximadamente. Mi experiencia personal es modesta y melancólica: en un famoso remate adquirí una lupa, que constaba en catálogo. Mostré en el hogar la adquisición, que fue devaluada al descubrir que era un cristal vulgar adosado al mango de un cuchillo de postre, de alpaca, por más señas.

¿Cuál es la clientela? En primer lugar aparecen los propios anticuarios, que se compran unos a otros. Luego viene el coleccionista, alguna gente de gusto refinado y buen número de snobs, entre cuyas filas milité un día.

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