El hombre intranquilo
Llegan de Inglaterra noticias alarmantes de Paul Gascoigne: después de un borrascoso viaje del ron a la cerveza, ha terminado en la consulta del psiquiatra. No podemos llamarnos a engaño: este Paul estaba anunciado en las páginas de sucesos y en los manuales de patología. Con ocasión de sus fulgurantes apariciones en el Mundial de Italia descubrimos una belicosa exaltación profesional que no admitía dudas. Para él, la competencia no era exactamente una expresión del juego; era una emoción desordenada, urgente, que sólo podía ser entendida desde la vehemencia. Su estilo estaba próximo al paroxismo: corría como un perseguido, miraba como un fanático, y nada le parecía indiferente en la cancha. Tenía las condiciones precisas para la sublevación y el arrebato.
Por su inexplicable facilidad de maniobra, en algún momento llegó a parecernos uno de esos superdotados de concurso que nacen sabiendo calcular raíces cúbicas o recitar de memoria la guía. Pero visto en la perspectiva de George Best, Jimmy Greaves, Cliff Jones o Kevin Keegan podía ser algo más. Quizá fuera una de esas raras mutaciones británicas que, por un reflejo de continuidad, debían aparecer al final del milenio.
Pronto empezamos a sospechar que semejante esplendor sólo podía ser una cualidad pasajera. Sabíamos, eso sí, que disfrutaba como un niño de los despliegues teatrales que acompañan al deporte de alta competición. Le veíamos llorar mientras canturreaba su primer God save the queen y cuando celebraba, válgame Dios, aquellas jugadas extremas en las que conseguía enganchar tres regates y un disparo en plena carrera. Lloraba casi tanto como el día en que Hoddle decidió borrarle de la selección.
Es muy probable que, como algunos de sus más ilustres colegas, se vaya del fútbol sin revelarnos su misterio. Un día oiremos decir que un borracho anónimo le dio una puñalada de pícaro en cualquier taberna. Entonces nos animaremos a hacerle el definitivo epitafio. Diremos que fue una sorprendente amalgama de fragilidad y talento, y que mantuvo con la pelota la misma sensual relación de complicidad que el tahúr mantiene con los naipes. Que disfrutó, asombrado, de su propia habilidad, que contrajo la depresión de la fama y que una noche, mientras trataba de buscarse en un vaso de ginebra, los ases comenzaron a caérsele de la manga. Ahora, su psiquiatra tiene un problema. Debe aclararle si había razones para tanta emoción. Si merecía la pena apasionarse tanto.
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