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Seymour, una introducción

DÍAS EXTRAÑOSRAMÓN DE ESPAÑA Hace un par de años, cayó por el Festival de Cine de Sitges la actriz Chloe Sevigny, que acababa de rodar una película junto a Seymour Cassel, rutilante miembro del jurado en la edición de este año. Como yo había conocido al gran Seymour durante el rodaje de Cosas que nunca te dije y sabía cómo las gastaba a la que se le ponía a tiro un trasero femenino, no pude evitar preguntarle a la señorita Sevigny qué tal lo había pasado con su compañero de rodaje. Su respuesta no me decepcionó: "Es un viejo asqueroso que, a la que te descuidas, te toca el culo". Pero no todo el mundo es tan duro con el pobre Seymour. Su compañera de jurado la escritora Lucía Etxebarria, con la que me crucé un día en el ascensor (la pobre estaba algo descompuesta después de ver The dentist 2, del reputado charcutero Brian Yuzna), mantiene que Seymour es un hombre necesitado de cariño. De acuerdo, cuando le conoció y ese pulpo humano empezó a hacer lo que tiene por costumbre, también le pareció un viejo asqueroso, pero parece que con los días le fue cogiendo afecto. Tal vez tenga razón: la verdad es que los tiempos en que Seymour se iba de copas con John Cassavetes, Ben Gazzara o Peter Falk han pasado a la historia y el actor parece echarlos de menos. Esa es la impresión que tuve cuando le conocí en Oregón (Estados Unidos) durante el rodaje de la película de Isabel Coixet. El hombre estaba rodando una serie de televisión en Portland que no le interesaba en lo más mínimo y bastaba con tirarle un poco de la lengua para que empezara a explicar batallitas de la era de Cassavetes, cuando hacer películas equivalía a sentirse, al mismo tiempo, parte de una extraña familia. Consciente de que sus mejores tiempos habían quedado atrás, Seymour se dedicaba a participar en películas independientes que le recordaran el espíritu de las de su difunto amigo John Cassavetes, a ganarse la vida en telefilmes costrosos, a fumar puros y a tocar traseros. Todo ello lo hacía poniendo una cara de huerfanito de sesentaitantos años que, la verdad sea dicha, enternecía un poco. Si perteneces al sexo masculino, no lo tienes muy fácil para conversar con Seymour. Lo pude comprobar una noche, en Portland, cuando Isabel Coixet y Lili Taylor, que habían quedado para cenar con el señor Cassel, nos invitaron, a un servidor y a Héctor Martínez, que estaba haciendo el making of de la película, a sumarnos al ágape. Nunca olvidaré la cara de asco que puso Seymour cuando nos vio aparecer: él creía que iba a tener dos mujeres para él solo y se encontró con dos tipos que, para colmo, no paraban de hablar. El otro día me lo crucé en el hotel Gran Sitges y le saludé amablemente. Evidentemente, no se acordaba de mí. Además, no paraba de mirar por encima de mi hombro como si le estuviera impidiendo la visión de algún cuerpo femenino de indudable interés. Le noté cansado. Me dijo que sí, que lo estaba, y que básicamente se dedicaba a jugar al golf, a ver alguna que otra película y a echarse siestas. En un momento dado, me señaló a un pianista que había por allí y me dijo: "Ese tío lo que realmente toca bien es la guitarra". Me pareció un comentario algo críptico, pues yo lo único que veía era a un tipo tocando el piano, pero luego me informó el amigo Torreiro de que, ciertamente, se trataba de un guitarrista excelente. En fin, mientras yo le preguntaba a Seymour qué tal lo estaba pasando, el hombre me dejó con la palabra en la boca y se largó mascando su puro. Curioso personaje este Seymour. Su aspecto es el de un hombre al que todo le importa un rábano y que no sabe muy bien por qué ha aceptado formar parte de un jurado. Verle deambular, con la mirada perdida y el habano encajado en la comisura de los labios, produce cierta melancolía: es como si anduviera buscando a alguien con quien hablar y no recordara que casi todos sus amigos han muerto.

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