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Peajes e intenciones

Apenas hay un ciudadano en Cataluña que no haya sufrido un atasco en una autopista. En esos momentos, el conductor siente un dolor especial al pagar por no parar y estar parado. Un dolor que, con las horas, se convierte en rabia indescargable. Ese mismo ciudadano tiene ya su veredicto en el debate sobre los peajes: la culpa es, cree, de quien cobra por unos servicios que no presta. Importa poco que esta opinión se ajuste a la verdad, porque no hay convicción más indeleble que la nacida del cabreo. Si además la compañía (ACESA) tiene beneficios imponentes, la cosa está más que clara: es culpable y no se hable más. Pero este convencimiento acaba por hurtar al debate sus términos principales. Acusar a la empresa de ganar dinero es tan absurdo como hacerlo con el tendero de la esquina. Cierto que el hecho de ser una concesión pública confiere a la entidad un carácter especial, pero no es menos cierto que la responsabilidad última sobre el bien público no está aún privatizada y no es achacable a una sociedad con acciones que cotizan en bolsa. Más bien debe mirarse hacia quienes, por acción u omisión, permiten que haya empresas que hagan grandes beneficios privados a costa de servicios públicos o parapúblicos. O si se prefiere, la responsabilidad última de asuntos públicos corresponde a quienes los rigen, es decir, los gobiernos responsables. Si el pacto entre el Ministerio de Fomento, el Gobierno de la Generalitat y ACESA es muy beneficioso para la concesionaria, lo que hay que pensar es que los gestores de la firma han sido hábiles y los gestores públicos descuidados. Sospecha que se agudiza en el caso del Ministerio de Fomento. Porque, aunque se acepte que el pacto actual (rebaja de cuatro peajes en la periferia de Barcelona, más uno en Tarragona y otro en Girona) es bueno, queda por saber quién y por qué admitió el anterior (sin las dos últimas reducciones). Más claro: si este pacto es bueno, el anterior era malo. ¿Quien lo suscribió? ¿Qué responsabilidades le corresponden? ¿Se acudirá a la argucia de atribuir los hechos al ya ex secretario de Estado de Infraestructuras, Joaquín Abril Martorell? La exigencia de transparencia planteada esta misma semana por el alcalde de Barcelona, Joan Clos, parece irrenunciable. No se entiende bien que el Gobierno central y el de la Generalitat entreguen espacios públicos a la iniciativa privada durante cinco años más (ACESA o la empresa de una prima hermana de quien sea) sin que esté claro qué gana o qué pierde el erario público. En este sentido, el silencio de los pactantes puede acabar, sin pretenderlo, extendiendo las acusaciones de irregularidad que se producen desde la oposición. Y, una vez más, quien debe ser transparente es, sobre todo, el administrador público. Un directivo de la concesionaria, tras conocer que el Ministerio de Fomento, sin consultarlo con la empresa, ofrece rebajas a los usuarios, comentó con un deje de resignación: "Ojalá nosotros pudiéramos hacerlo". Expresaba la impotencia de la firma ante la campaña que se le ha venido encima. Ese mismo directivo recordaba que uno de los puntos del pacto (el paso gratuito de los camiones entre Fraga y Soses) se produce desde el verano sin que nadie se lo agradezca; más bien al contrario: un gesto de buena voluntad se convierte en elemento de agravio para la situación en Tarragona, ante la saturación y las obras de la N-340. Un caso en el que también hay sentencia popular con culpable conocido: ACESA. Un debate distinto, y más amplio, es el que plantea Xarxa Viària y podría resumirse en saber si en un mismo país (España) deben convivir 5.000 kilómetros de autovías libres de peaje y 2.000 de autopistas de pago, concentradas en una determinada franja territorial. Los socialistas perseguían el reequilibrio territorial, pero las buenas intenciones, como muestra la así titulada novela de Max Aub, no siempre producen los frutos deseados.

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