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Ser diferentes

"Sé europeo, sé diferente", es un convincente lema que circulaba los últimos meses por diversos países de nuestro entorno continental. El tono persuasivo parte del reconocimiento de la especificidad sin tratar de imponer el colectivo. Al tiempo pretende que la riqueza de la variedad se incorpore como una positiva característica diferencial del conjunto. En una palabra, la pluralidad como activo. Algo parecido, pienso, podría haberse llevado a cabo en nuestro país donde el concepto de españolidad debería acompañarse de la realidad plurinacional, cual figura en la Constitución. Así, algunos temas todavía sin resolver, después de cinco siglos, al menos iniciarían su posible comprensión. El respeto a la diferencia no supone sólo un activo a nivel de Estado sino también obviamente a todos los niveles. El feminismo reciente se alude a sí mismo como de la diferencia, para significar que la evolución necesaria de sus contenidos no pasa por asimilar los que consideran superados del otro sexo sino por acreditar los propios con nuevas y más progresistas propuestas. Como ya dijo Asunción Chirivella, primera mujer abogada de España en el discurso pronunciado en el Paraninfo de la Universidad de Valencia el 15 de diciembre de 1935, la mujer no es inferior al varón ni superior, es absolutamente distinta. Asimismo la diferencia se manifiesta en la evolución individual de cada cual a lo largo de las varias etapas de la vida. Nos mostramos combativos, agresivos, serenos, comprensivos según las diferentes edades y momentos. Y tenemos el derecho de así mostrarnos e igualmente de revocar nuestra opinión cuantas veces la evidencia nos dé testimonio de nuestro error. A lo largo de una dilatada existencia serán numerosas las ocasiones en las que reconozcamos haber mantenido posiciones erróneas, sobre evidencias posteriores. En ello el derecho propio se corresponde con el deber para con los demás de manifestar consecuentemente las diferencias observadas tras el cambio de criterio. No sólo ante la vida, también ante la enfermedad, incluso la muerte, las diferencias se manifiestan. Los enfermos no comprenden a los sanos, lo mismo que, a la inversa, los sanos a los enfermos. Thomas Bernhard afirma con agudeza que la razón es porque el enfermo, como es natural, espera de todos mucho más que el sano, que al fin y al cabo no tiene que esperar tanto porque está sano. Al tiempo verdades absolutas como la importancia del trabajo, el valor del dinero, lo precioso del tiempo, etcétera, se relativizan al traspasar la puerta de un hospital. Ante la exageración de muchos, una actitud pausada al final de nuestros días, solemne sí pero escasamente trágica, puede aliviar en gran manera el tránsito. Igualmente frente a actitudes que apuestan por un devenir inconsciente, otras consecuentes con la propia existencia, proporcionan una valoración diferente ante la transcendencia del momento. Y por todo ello los medios de comunicación podrían contribuir, en gran medida, al reconocimiento de la diferencia. Sin embargo, Ignacio Ramonet, director de Le monde diplomatique, afirmaba hace poco en la Sociedad Económica de Amigos del País de Valencia su desconfianza al respecto, al señalar la incapacidad humana de asimilar los dispersos contenidos del medio por excelencia, la televisión, y por ende la mayor dependencia de los mínimos segundos que todos los canales distribuyen por igual. Tal circunstancia contribuye, paradójicamente, a agravar la situación del hombre de finales de los noventa, con respecto a aquel unidimensional que en los años sesenta predecía Marcuse. Somos también, pues, en función de lo que percibimos y nuestra mediatizada percepción actual, lamentablemente, anula las diferencias de las que, con acierto, se siente orgullosa la sabia Europa. Por todo lo cual cabe insistir, seamos diferentes y seamos solidarios con las diferencias de los demás, europeos y no europeos, hombres o mujeres, en cualquier circunstancia y momento, siendo nosotros mismos.

Alejandro Mañes es gerente de la Fundació General de la Universitat de València.

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