Un Papa contradictorio
Juan Pablo II llegó al pontificado con fama de cardenal progresista y moderno. Pero enseguida apareció más bien como un enigma. Sin duda ha sido un Papa contradictorio. Y podría aún reservar sorpresas.Karol Wojtyla había sido el obispo más joven del Concilio Vaticano II. Nacido en una familia sencilla, cuyo padre era un militar rígido, piadoso y con problemas psiquiátricos, sobresalió casi desde niño como quien lucha por ser no sólo el primero de la clase, sino en todo. Su primera pasión fue el teatro, y como actor escogía siempre el papel de rey, nunca los secundarios.
Fue un joven que, al revés de muchos otros futuros sacerdotes, conoció el amor humano antes de consagrarse a Dios. Y hasta se ha hablado de que fue novio de una joven que murió en un campo de concentración. Su infancia y su juventud estuvieron marcadas por el dolor y la muerte. No conoció a la que iba a ser su única hermana, que nació muerta (¿de ahí su preocupación obsesiva contra el aborto?). Su único hermano, que era médico, murió antes de cumplir los 30 años. Karol quedó huérfano de madre siendo aún niño, y a los 20 años vio agonizar de infarto a su padre.
La muerte de Juan Pablo I
Tras la muerte repentina y aún misteriosa de Juan Pablo I, cuyo pontificado duró sólo 32 días, el entonces arzobispo de Cracovia no había descartado la posibilidad de ser Papa. Así me lo confió un amigo suyo, quien me contó que, al saber Wojtyla que los cardenales se inclinaban por buscar a un Papa con buena salud, había dejado sobre la mesa de su escritorio un electrocardiograma que atestiguaba el perfecto funcionamiento de su corazón. El Vaticano había difundido la noticia de que Juan Pablo I había muerto de infarto.Wojtyla fue el primer Papa que se atrevió a invitar a su piscina de la finca de Castelgandolfo a unas jovencitas polacas, hijas de una familia amiga. Yo he conocido a cinco papas, pero sólo a Juan Pablo II le he visto los calcetines, porque no tiene reparo en cruzar las piernas en público. No es un Papa hierático ni inmóvil. Y fue al primer Papa a quien vi salir a la calle con un jersey encima de la sotana.
Sin duda, Juan Pablo II ha sido el Papa que más y mejor ha sabido usar los instrumentos de la modernidad. Todo ello llevó a no pocos analistas, sobre todo al inicio de su pontificado, a equivocarse pensando que se trataba de un Papa progresista y moderno. Pero no era así. Juan Pablo II es, sin duda, un hombre de nuestro tiempo en sus gestos externos, pero ha sido desde sus comienzos un Papa conservador y severo, sobre todo de puertas adentro de la Iglesia. Fue poco a poco cerrando varias de las ventanas que habían abierto el Concilio Vaticano II y sus antecesores, Juan XXIII y Pablo VI.
Precisamente en el concilio, el cardenal de Cracovia, que era el padre conciliar más joven, se caracterizó por su línea conservadora, sobre todo en relación con el ateísmo. Y no pocas de sus propuestas -que el concilio, en su mayoría progresista, le echó abajo- las ha ido introduciendo durante su pontificado a través de sus encíclicas.
Pero también es verdad que, con el mismo ardor con el que combatió al comunismo materialista, ha seguido hasta hoy denunciando los males del capitalismo y de la globalización económica, que empobrecen cada vez más a los pobres del Tercer y Cuarto Mundo.
También en materia de ecumenismo, Juan Pablo II ha dado pasos hacia adelante desde el inicio de su pontificado hasta hoy. Y es en este campo del ecumenismo donde pienso que podría aún reservarnos sorpresas positivas de última hora.
Pero, sin duda, este pontificado termina bajo el signo de la contradicción, porque mientras, por ejemplo, es quizá el Papa que más se ha acercado a los judíos, al mismo tiempo acaba de beatificar al cardenal croata Stepinac, acusado de haber colaborado en su tiempo con las fuerzas nazis.
Juan Pablo II ha recorrido docenas de veces los países más pobres de la Tierra, hablándoles contra los ricos, pero ha dejado en la cuneta a no pocos teólogos de la liberación que habían dedicado su vida a los pobres.
Dos cosas, sin embargo, nadie podrá negarle: haber contribuido como pocos, con sus viajes, a devolver a la Iglesia un prestigio mundial que estaba perdiendo y su generosidad a la hora de entregarse a su misión pastoral, en la que ha demostrado que el carisma de la Iglesia es el de ser misionera, y no burócrata. Por ello, él preferiría, si pudiera escoger, morir en la brecha. Durante un viaje, no en su cama del Vaticano.
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