Una mala sentencia
El título de este artículo se refiere, en efecto, al reciente fallo del Tribunal Superior de Justicia de la Comunidad Valenciana que, en el conflicto entre la Universidad de Alicante y el Consell, ha dado la razón a este último (aunque sólo por dos votos frente a uno). Pero debemos aclarar -lo enrarecido de la situación así lo aconseja- que por "mala sentencia" no entendemos una sentencia prevaricadora o algo por el estilo sino, simplemente, una sentencia equivocada: en nuestra opinión, el tribunal debió pronunciarse en el sentido en que lo hizo el magistrado discrepante y elevar una cuestión de inconstitucionalidad (ante el Tribunal Constitucional); para ello, bastaba con considerar que la decisión del Consell (y la ley de creación de la Universidad Miguel Hernández) que segregaba de la Universidad de Alicante la Facultad de Medicina, los estudios de Estadística y el instituto de Neurociencias planteaban dudas en cuanto a su posible arbitrariedad. Confiamos también en que la lectura de este artículo impida a cualquier lector honesto equiparar "mala sentencia" con sentencia que no gusta a ciertas personas porque va en contra de sus intereses. No creemos -al igual que los magistrados del tribunal: en este caso, de manera unánime- que esa decisión atente propiamente contra el derecho de autonomía universitaria, pues parece razonable que sean las autoridades políticas quienes organicen el sistema universitario en su conjunto e impongan las limitaciones necesarias para el buen funcionamiento de un servicio público. Pero una cosa es que la Generalitat tenga esa competencia ("la regulación y administración de la enseñanza en toda su extensión") y otra, muy distinta, que pueda ejercerla de cualquier forma. Los poderes públicos son poderes funcionales y limitados: se tienen para alcanzar determinados fines y sólo pueden ejercerse dentro de los límites establecidos por el Derecho y, en particular, por la Constitución que, en uno de sus artículos, consagra el principio de la interdicción de la arbitrariedad. ¿Pero qué significa arbitrariedad? Una decisión arbitraria es una decisión que carece de justificación, y por eso es distinta la discrecionalidad de la arbitrariedad; las autoridades políticas deben muchas veces actuar discrecionalmente (esto es, en forma no prefijada en todos sus detalles por normas -normas preexistentes a la decisión-), pero nunca deben hacerlo arbitrariamente: ésta -cabe decir- es una de las reglas de oro del Estado de Derecho. Ahora bien, ¿cómo saber si una actuación discrecional de una autoridad pública está o no justificada? La pregunta es de una enorme complejidad, en cuanto una respuesta completa (esto es, suficiente para resolver todos los casos de duda) es seguramente imposible de dar. Pero al menos inicialmente puede decirse que la arbitrariedad se produce si la decisión en cuestión: 1) no persigue ninguna finalidad compatible con los principios y valores constitucionales, o 2) aun persiguiendo -o diciendo perseguir- uno de esos fines, establece para ello medios que son absolutamente idóneos. Pues bien, lo que hace el magistrado discrepante es someter la decisión de la Generalitat a ese test de arbitrariedad para llegar a la conclusión de que no lo supera; más exactamente, las autoridades políticas sí que sostuvieron que esas segregaciones estaban destinadas a la obtención de ciertos fines valiosos, pero el magistrado no ve (nosotros tampoco) que exista la menor relación entre una cosa y otra; por ejemplo, no se ve de qué manera la nueva dependencia de la Facultad de Medicina de la Universidad Miguel Hernández va a mejorar la situación de los estudiantes que tuviesen como primera opción ese tipo de estudios. Por lo que se refiere a la opinión mayoritaria -la de la sentencia-, no es que los magistrados hayan dado alguna razón en favor de la no arbitrariedad de la medida, sino que, más bien, han considerado que no era necesario dar razones. Y esto es precisamente lo que en la sentencia nos parece equivocado: la tesis de que un tribunal no debe controlar la posible arbitrariedad de una decisión de una autoridad pública. Por supuesto, sostener lo contrario no significa admitir que los jueces puedan realizar esa función en forma irrestricta, esto es, que ellos sean los "señores del Derecho". No lo son -o no deben serlo- en cuanto su función ha de ser la de aplicar las normas establecidas por las autoridades legislativas y administrativas (el juez -como suele decirse- debe incluso ser "deferente" con unos y otros y partir, por ejemplo, de la presunción de la conformidad con el Derecho de las leyes y disposiciones administrativas), pero no puede olvidar que tanto el legislador como la Administración -y él mismo en cuanto juez- está sometido a la Constitución. El ideal del Estado de Derecho -que la sentencia no parece tener en cuenta- es que el poder ha de someterse a la razón, y no la razón al poder. Por lo demás, el juicio de que una sentencia es mala no implica la predicción de que vaya a ser anulada por los tribunales superiores. Ello, simplemente, entra dentro de lo posible; pero que lo vaya a ser o no depende de muchos factores (desde cuestiones procesales a otras de tipo más bien político -como el nombramiento de varios magistrados del Tribunal Constitucional-, pasando por otras de tipo técnico como la calidad y pertinencia de los argumentos en que se sustenten los recursos, etcétera), algunos de ellos enteramente imprevisibles. Lo que parece más seguro es que el caso ocupará un lugar de cierto relieve en la historia de nuestro Derecho y que será, por tanto, de los que serán recordados y estudiados durante tiempo: pero no creemos que vaya a serlo como ejemplo de decisión política justa o razonable, sino más bien como paradigma de arbitrariedad política (y, quizás también, jurídica).
También firman este artículo Enrique Giménez, Ignacio Giménez Reneda, Antonio Escudero, J. M. Pérez Martínez, Juan Ruiz Manero, Manuel Atienza, Juan Rosa, Juan José Díez, Ramón Martín Mateo, Javier García Fernández, Manuel Santana Molina.
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