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Caspio: esturiones y petróleo

Emilio Menéndez del Valle

En Moscú y Teherán -antaño los dos únicos ribereños del Caspio- se tiene nostalgia de los buenos tiempos. Eran los años en que dos imperios, el soviético y el del sha, se asomaban a ese mar interior con el solo propósito de dar buena cuenta de los esturiones que albergaba y competir en el consumo, pero sobre todo en la exportación, del caviar. Sabían de la existencia en su lecho de gigantescas reservas de petróleo y gas (hoy se ha comprobado que son las mayores del mundo, tras las del golfo arábigo-pérsico), pero por entonces el tema no les obsesionaba. Así, concluyeron sendos tratados, de Amistad (1921) y de Comercio y Navegación (1940), que hicieron posible que durante muchas décadas los 170.000 kilómetros cuadrados del Caspio constituyeran un área pacífica, casi bucólica, en Asia Central. Las aguas comenzaron a agitarse no con la revolución jomeinista de 1979, sino con la desintegración de la Unión Soviética en 1991. Desgajados de ella nacieron tres nuevos Estados: Azerbaiyán, Kazajastán y Turkmenistán, todos con considerables reservas energéticas en su parte correspondiente de mar, a diferencia de Irán y de la actual Rusia, que tienen escaso o ningún petróleo en su litoral.Desde entonces, dos conflictos maduran en el Caspio. Uno es el relativo a la propiedad de los yacimientos energéticos. Las tres antiguas repúblicas soviéticas mencionadas -que tienen el gas y el petróleo a pie de costa- sostienen que, a estos efectos, el mar debe ser dividido en sectores nacionales. Mi petróleo es para mí, sería la consigna, y mientras se dirime la cuestión, no pierden el tiempo y ya han otorgado concesiones millonarias a compañías occidentales y a China. Irán y Rusia -que saben que de sus respectivas costas no podrán obtener más que esturiones- proponen que los recursos en litigio se repartan entre los cinco Estados. Sin embargo, Rusia, que aparte de afición al caviar tiene aspiraciones de potencia en Asia y desea mantener su antigua influencia por otras vías, acaba de abandonar a Teherán al haber firmado un acuerdo con Kazajastán que reconoce la tesis del reparto en función de criterios nacionales. La concesión realizada no es ajena al cosmódromo construido en territorio kazajo durante la época soviética y que Moscú retiene para sus aventuras espaciales en virtud de un acuerdo de 1994. El otro conflicto deriva de la necesaria construcción de la red para transportar energía a Occidente. La más barata es a través de Irán. La más cara desemboca en Turquía. Motivados por la lenta pero perceptible evolución desde la llegada del presidente Jatamí, EE UU manifestó hace un año que no se opondría a la hipótesis iraní. Varios países europeos, compañías norteamericanas y China apoyan esta opción. Tres meses más tarde, el lobby judío norteamericano, empeñado en aislar a Irán, consiguió que Washington se desdijera.

Todos estos dimes y diretes tienen lugar en una zona del mundo sensiblemente estratégica, donde el autoritarismo, el abuso de los derechos humanos, la corrupción y, en buena medida, el hambre y las desigualdades sociales son endémicas. Y donde las rebeliones armadas, incursiones, invasiones y limpiezas étnicas están a la orden del día. Una región donde se entrecruzan islam y cristianismo y donde las fracturas étnicas dentro de un mismo Estado alcanzan niveles aberrantes. No hay más que pensar en un pequeño país, Georgia, tan desgarrado por el impulso etnonacionalista de Abjazia, Osetia y Ajaria que obligó al presidente Eduard Shevardnadze a proponer el pasado 26 de julio la creación de un "ministerio para la solución de los conflictos". Entre la frontera china y el mar Negro viven casi 80 millones de personas en ocho Estados inexistentes hace escasos años. Las fronteras trazadas entre ellos son históricas, cultural y lingüísticamente artificiales. El presidente kazajo, Nursultán Nazarbáiev, ha dicho que "el petróleo puede significar tanto riqueza como sangre". Esperemos que el modelo elegido por las potencias petroleras del Caspio se aproxime más a Noruega que a Nigeria.

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