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Soñando con Cleopatra

Esteban González Pons

Dicen las revistas dominicales que, bajo las aguas del puerto de Alejandría, reposa, casi intacta, aquella otra Alejandría que fue de los Ptolomeos. Dicen que podrían rescatarse allí importantes tesoros y que los arqueólogos hace ya tiempo que se emplean en este proyecto con resultados satisfactorios. Y yo me pregunto, ¿es realmente necesario perturbar el sueño de la ciudad hundida? Ya sé que la respuesta es que sí, que este tipo de investigaciones sirven para mejorar el conocimiento que tenemos de épocas remotas, que enriquecen las colecciones de los museos y que ayudan a difundir el gusto por el arte y por la historia entre la población. Vale. Ahora bien, ¿dónde queda el respeto a la labor transfiguradora del tiempo o la admiración por su forma caprichosa de erosionar nuestras obras? ¿Es que sólo nos interesa lo que produce o transforma la mano del hombre? ¿Es que todo lo que no sea polvo debe ser clasificado y ordenado en vitrinas? ¿Es que nada ni nadie va a poder descansar en paz? Tal vez mis preguntas no sean del todo inocentes porque yo estoy enamorado de Cleopatra, de sus ojos negros, de su melena negra y de su forma blanca de sonreír. La imagino, mujer leve como la espuma, callejeando por esas ruinas antiguas de la Alejandría que ahora cubren las aguas del puerto, mientras un par de becarias americanas con gafas de bucear andan hurgando entre piedra y piedra, entre la arena y el salitre. La imagino, a través de las excavadoras submarinas que alguna casa de refrescos habrá pagado para alguna universidad privada, susurrando el nombre de Antonio, como si las corrientes marinas lo fueran a llevar adonde reposan los esqueletos de las naves hundidas en la batalla de Accio. Su llamada desgarra mi corazón y cada desgarro es una duda y me hace pensar que vivir es algo más que pensar. Algo más que cumplir, algo más que aceptar, algo más que servir, algo más que estudiar, algo más que vivir. Y la política también. Sin embargo, si ahora mismo me preguntara cualquier periodista al respecto, negaría cuanto acabo de escribir para no parecer un político anormal. Le diría, como es previsible, que hay que hacer un esfuerzo importante para extraer del fango del puerto de Alejandría las piedras que todavía pudieran recordarnos el esplendor cultural del Egipto de los faraones y que, por supuesto, con lo que se saque, hay que montar una gran exposición que, en mi opinión, debería pasar por Valencia, si es que resulta posible. Le diría exactamente aquello que sin duda esperaba oír, lo que resulta razonable y nada más. Nada sobre los fantasmas que habitan ciudades sumergidas, ni una palabra sobre mi amor a Cleopatra. En estos tiempos que corren, la imaginación se ha convertido en patrimonio exclusivo de los niños sin escolarizar, de los comentaristas deportivos y de los publicistas. Un esfuerzo exagerado si no está bien retribuido. La pasión ha desaparecido del ambiente y cuando nos la cruzamos por el camino parece que nos asusta, que nos incomoda, que nos desconcierta. La atracción por lo aventurado o la fascinación por lo imprevisible constituyen, a los ojos del público en general, claros síntomas de inmadurez afectiva o inquietantes vocaciones al desorden, más propias de personajes primitivos, políticamente incorrectos y maleducados, que de ciudadanos de la sociedad del conocimiento y de la información. El mundo se ha hecho adulto y una nube de prudencia, de pudor, de contención, de disimulo, de frustración, de renuncia, de fondo de escenario de cabaret de provincias, de seguridad de cura feo y de ansiedad por jubilarse con los papeles en orden, una nube de miedo y de cobardía lo está envolviendo todo. Como dice mi amigo Julio aquí ya nadie está triste, todos están deprimidos. Parece alocado escribir que me gustaría dejar las ruinas y los barcos que haya en el fondo del mar como el mar los quiera dejar. Que me fascina la idea de que todavía quede algún rincón secreto en el planeta donde el tiempo siga su curso en paz y soledad, sin que nadie interrumpa el precioso rastro que su discurrir deja sobre la cerámica rota o sobre el bronce abandonado. Que vale más medio capitel cubierto de yedra en un bosque de pinos que medio capitel, junto con otros cuarenta medios capiteles, en la sala griega de un museo cualquiera. Ay, que también vale más medio teatro romano en Sagunto que un teatro nuevo. Que nos estamos quedando sin lugares con los que soñar sin que lo haya propuesto antes un folleto turístico. Esta política de promoción cultural que ahora conocemos, angustiada por una urgencia creadora que no llegó a sentir el propio Leonardo, que lo revuelve todo para producir un diluvio de publicaciones imposible de ser leído en el breve plazo de una vida humana, capaz de desaguar la vieja Alejandría, capaz de ignorar la mirada triste de Cleopatra si no la descubre en una momia, capaz de sentirse autorizada para reconstruir la escena de Sagunto y que se ha generalizado en nuestro tiempo, es a la política clásica lo que los juegos olímpicos modernos son a los juegos olímpicos del pasado y es a la vida como el pecado al amor. ¿Dónde iremos cuando la política, a fuerza de sintetizarse para hacerse neutral, acabe no teniendo nada que ver con los sueños y las servidumbres del alma de las personas? Han desaparecido de la vida pública la épica y el romanticismo, la literatura y la estética y, en estas circunstancias, a cualquiera le rechazarían una circunscripción segura los mismísimos Larra o Azaña. En fin, inconvenientes de la globalización. El precio del progreso, supongo. ¿El pensamiento único? No, el pensamiento plano.

Esteban González Pons es senador del PP por Valencia.

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