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Acoso y derribo (o el arte en entredicho)

De un tiempo a esta parte, con un goteo periódico, asistimos a un cuestionamiento feroz del arte contemporáneo. Desde poderosos y determinados sectores se pone en entredicho constante el valor y el sentido de ciertas prácticas artísticas, sin sonrojarse al añadir a su acusación su ineficacia para el consumo y su escasa rentabilidad en la conquista de la opinión pública. La operación, aunque tenaz, ha evitado desarrollarse con demasiado ruido. Sin embargo, parece que llegó el momento de acelerar el envite. En efecto, en primer lugar, pareció necesario construir una base sólida mediante pequeñas dosis de carácter aparentemente inofensivo -como los numerosos artículos de opinión muy singular que se sucedieron en los distintos medios o, menos efectiva, la organización de exposiciones a la defensiva-; a continuación, se reforzó el acoso apremiando un replanteamiento general en la orientación de los grandes centros museísticos de Madrid, Valencia, Santiago y Barcelona, aunque con éxito dispar. Respecto de este capítulo, cabe añadir lo muy significativo de la breve trayectoria del Museo de Arte Contemporáneo de Barcelona. Su apertura se utilizó primero para justificar que distintos centros e instituciones, públicas y privadas, abandonaran su compromiso con el arte contemporáneo, arguyendo que éste tenía ya un lugar propio donde cobijarse, para inmediatamente reclamar al mismo museo que no actuara de forma excluyente y que fuera capaz de apadrinar todas las tendencias que confluyen en el arte del presente. Más allá de esta observación, y retomando el hilo de nuestra pequeña historia, por lo visto, el último episodio consiste en camuflar el acecho al arte contemporáneo tras el disfraz de un debate de orden historiográfico y patrimonial. Días atrás, el prestigioso diario La Vanguardia publicaba un extenso artículo -acompañado de una nota breve y una encuesta a especialistas- en el que se denunciaba sin tapujos el maltrato que la historia del arte depara a la pintura catalana del siglo XX ajena a los derroteros de la vanguardia. A causa de una lamentable y provinciana estrechez de miras -se afirma-, una extensa pléyade de excelentes artistas, por el mero hecho de desarrollar sus propuestas en el vasto marco de la figuración, han sido excluidos del relato oficial de nuestra historia cultural reciente. El debate que planea tras esta sentencia ciertamente no es gratuito y no está de más reflexionar sobre ello, pero parece arbitrario que para argumentar este lamento se considere imprescindible inculpar a la "intolerancia" e "intransigencia" de los "comisarios político-culturales y teóricos" comprometidos con el arte contemporáneo más audaz y arriesgado. En definitiva, no parece nada inocente emparejar una exigencia de objetividad científica con la denuncia de una hipotética sobrevaloración del discurso articulado en torno a la contemporaneidad y sus complejidades. De algún modo es, pues, necesario resituar en su justo lugar las piezas de este entramado. Por lo que afecta a la situación de la historiografía del arte local, es meridianamente cierto que todavía deben atenderse muchos problemas y nombres propios, entre los cuales, dicho sea de paso, también hay vanguardistas en estado crónico de espera. Pero con independencia del grosor de los quehaceres pendientes, aquí se ha producido el mismo fenómeno que en el resto de los países vecinos. Después de centrar el máximo interés en la reconstrucción de las propuestas de vanguardia -el auténtico testimonio de la modernidad-, esto se ha complementado gradualmente en la doble dirección de matizar sus originalidades y de reconocer su convivencia con otras líneas de actuación. En esta dirección, en los últimos años, aunque con un ritmo y un rigor que no pueden contentar a todos, se han sucedido estudios monográficos y exposiciones de muchos de estos artistas olvidados. Además, curiosamente, buena parte de estos trabajos (Olga Sacharoff, Marià Andreu, Josep de Togores...) han sido precisamente útiles para certificar que los periodos verdaderamente interesantes en la trayectoria de estos artistas coinciden con sus incursiones, más o menos cercanas, en el terreno que convendríamos en asignar como propio de la vanguardia. En demasiadas ocasiones el grueso de su producción posterior, objetivamente, ha de ser valorada sólo en su justa limitación, por muy hábiles que sean nuestros colegas franceses o italianos con las manifestaciones tardías de sus maestros. También es equívoco conducir la polémica hacia la política museográfica y patrimonial. Parece que hay consenso en no reabrir el agrio debate, que en su momento ya resolvió la Junta de Museos, respecto de cuáles han de ser los marcos cronológicos que ordenen las colecciones públicas. Como bien reconocen algunos de los encuestados en el mencionado periódico, al amparo de esas directrices y con un mínimo de sentido común, el problema de esta generación no es su ubicación. Sin embargo, no falta quien, avalado por esa urgencia en reparar injusticias e interpretando de un modo inflexible el papel de ecuador de los años cuarenta, manifiesta tajante que el Museo de Arte Contemporáneo ha de reconsiderar su orientación pretendidamente fundamentalista y arropar con equidad todas las tendencias. Aquí es donde vuelve a ponerse de manifiesto el auténtico objeto de discusión. Bajo la pacífica demanda de un reparto de plaza, se promueve un radical desplazamiento de aquello que tanto disgusta. Se subraya que, al margen del error que supone entronizar la vanguardia y sus posibles derivados contemporáneos, ello no ha de comportar el desprecio para con otras formas de arte. En realidad, lo que se propone precisamente es invertir la dirección de esta dinámica perversa. No es necesaria una astucia privilegiada para leer entre líneas hasta qué punto hay en todo ello un posicionamiento nada neutral. Para defender sus postulados se utilizan -ahora sí sin rubor- viejos tópicos, como la identificación del valor último del arte con la expresión personal y el lenguaje propio, ideas que el genuino espíritu de vanguardia, en su evolución y no en su estatismo, ha triturado hace décadas. No está de más recordar que estamos cerca de poder encontrar a Duchamp en las ferias de anticuario. Del mismo modo que parece que todavía hay que insistir en que no es arte de su tiempo todo aquello que se produce en un momento dado, sino aquel que participa de un modo comprometido en la constitución del mismo. El arte no es el mero testimonio de una época, sino un agente activo en la caracterización de su tiempo; lo demás es para la decoración y el consumo y, claro está, ha de ser cultivado con esmero para dar pasto a un gusto y un mercado que llevan demasiado tiempo sintiéndose hostigados por unas prácticas que se les hacen escurridizas.

Martí Peran es profesor titular de la Universidad de Barcelona. Departamento de Historia del Arte.

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